Tres novelas cortas ─entre las 150 y las 190 páginas cada una─ recorren la parábola vital de Theodor Kallifatides, el griego que se dio a conocer como escritor en Suecia y en lengua sueca, y que se reencontró con sus orígenes, con sectores desconocidos de su familia, y con la lengua materna que nunca descuidó ni dejó de lado, muchos años más tarde, Son “Otra vida por vivir”, “Madres e hijos” y “Lo pasado no es un sueño”, por orden de aparición en la edición española de Galaxia Gutenberg, exquisitamente traducida por Selma Ancira.
Ignoro si fueron escritas
exactamente en ese orden. Al concluir una visita a su madre Antonía, en Madres e hijos, Theodor declara “Tenía
yo un libro que debía ser escrito”, y su madre le pregunta: “¿Me dará tiempo de
leer ese libro?” Según algunos indicios y cabos sueltos, ese libro que interiormente
le estaba pidiendo ser escrito, acabaría por ser Otra vida por vivir, y Antonía murió antes de que estuviera
terminado. En Lo pasado no es un sueño, se
narra el fallecimiento de la madre y se insiste, sin repetir escenas, en el
regreso a Molái (Molaoi) del escritor
para recibir un homenaje que empieza como iniciativa de la directora de la “Asociación
de Señoras y Señoritas de Molaoi”, y acaba por congregar a todas las fuerzas
vivas, incluidos el alcalde, el obispo ortodoxo, académicos, poetas, y decenas
de amigos de infancia dispersos por el mundo.
La estructura de la
trilogía es, entonces, la de unos círculos concéntricos, como los que se
producen en la superficie de un estanque al arrojar una piedra. El primer
círculo y el más compacto narra sobre todo la historia de la familia en un
contexto difícil, la ocupación nazi, la guerrilla, las terribles represalias
contra los comunistas a la finalización del conflicto mundial, y el milagro cotidiano
de la supervivencia. El segundo libro es el del regreso y la reinstalación de
un hombre en el “lugar en el mundo” que
el destino le tenía asignado. Y el tercer libro cuenta, con una enorme sobriedad,
algunos porqués:
Por qué un joven deja su propio
pueblo en unas circunstancias que hacen imposible cualquier alternativa, y se
marcha a vivir a un país en el que se habla una lengua de la que tan solo
conoce una palabra: Godmorgon, buenos
días. Y por qué regresa sesenta y dos años después, no para quedarse en Grecia
ni para ajustar cuentas pendientes, sino para poder completarse y explicarse a
sí mismo.
Hay un momento cómico de
desorientación hacia el final del tercer libro cuando Theodor y su esposa sueca
Gunilla embocan en su cochecito de alquiler las calles de Molaoi. Ella no
conoce nada de aquello, pero para él es peor: no reconoce nada. Las calles de
tierra están asfaltadas, los edificios son nuevos, donde él recordaba una
pendiente ahora ve una superficie plana. Está perdido, no sabe por dónde
seguir, cómo encontrar la plaza.
─Tú no encuentras ni los
huevos en la nevera ─se ríe Gunilla, que está de buen humor, todo le parece muy
hermoso, mientras él se deja dominar por una angustia creciente.
Finalmente, casi por
sorpresa, llegan a la plaza y la angustia desaparece de pronto. «Sentí un gran
alivio. La plaza no era como yo la recordaba, pero recordaba a la que yo
recordaba.»
Intenten explicarlo mejor.