Invitación a café a la vecina, Nápoles, años 50.
Leo un artículo de Irene
Vallejo en el que señala la importancia de las abuelas (los abuelos no nos quedamos
del todo al margen del proceso, pero nuestra importancia es casi mínima en este
terreno) en la educación de los niños, desde la antigüedad; sobre todo si
entendemos la educación no como la solución de un problema de polinomios o el apunte del año de la toma de Granada, sino como socialización, como conciencia de pertenencia a un
grupo amplio de personas inmersas en unas condiciones de existencia iguales o
parecidas.
Creo que empezó con las Fiestas
Panateneas la idea de una carrera nocturna de relevos en la que muchos corredores
se pasaban la antorcha al final de cada posta. La idea se conserva aún, en la
institución del pebetero olímpico que se enciende con fuego guardado por
vestales (más o menos) en la misma Olimpia, y viaja luego hasta donde quiera que
se mantenga viva la llama de los Juegos. Michel de Montaigne consignó el
pensamiento en sus Ensayos: la humanidad transmite de generación en generación un
saber y una técnica que pertenecen a todos, en la forma de una carrera de
relevos.
Ni las vestales antiguas
ni Montaigne conocían el sistema de las patentes registradas, que impide la
transmisión del saber y su aprovechamiento común a menos que se satisfaga
religiosamente el PVP. Hoy las abuelas son depositadas en residencias, y los
niños vegetan en guarderías hasta que les sacan de allí unos padres apresurados que
nunca tienen tiempo para responder a sus preguntas. Se ha roto o está en trance
de romperse la cadena de la socialización.
Pero la conciencia no nos
crece buenamente desde dentro, no sabemos por un discernimiento íntimo qué es
lo bueno y qué lo malo, no se sostiene el bulo de la existencia de un derecho
natural inscrito sicut tabula rasa en
el corazón de todos los hombres y todas las mujeres.
Una persona tiene que
crecer hacia fuera, y darse progresivamente cuenta de lo que es importante, no
para el “mí”, sino para todo lo que existe alrededor de mí y no es el “yo”. Y
esa lección se internaliza poco a poco, con la ayuda de las explicaciones
laboriosas y el ejemplo de las abuelas (sobre todo, también de más personas), hasta conformar unos códigos no
escritos de ayuda mutua, de solidaridad, de respeto, de sostenibilidad. De
amor, en una palabra; una palabra demasiado ausente en la vida pública, y de
retruque ausente también en tantas y tantas vidas privadas.
Un fulano mató a sus dos
hijas con la idea de hacer el mayor daño posible a su pareja que se negaba a
seguir siéndolo. Le llamamos monstruo y es verdad, pero necesitamos llevar la
reflexión un paso más allá. Tenemos que saber cómo se fabricó ese monstruo,
cómo podríamos conseguir entre todos cerrar un posible proceso en curso de
fabricación de monstruos en serie.
Reordenar la vida es en
buena medida darle un sentido a través del trabajo (que es un hecho social) y hacia
la libertad, que para serlo tiene que ser también social, libertad de todos, en la igualdad y
en el respeto recíproco. Tan sencillo de decir, tan difícil de hacer.
Las abuelas tienen el
secreto, háganles caso.