Estoy viviendo una mañana
mágica: solsticio de verano, y además en Poldemarx. Anoche, cenando en la
terraza, tuvimos la compañía de una luna blanca y plena que se paseaba de este
a oeste cada vez más alta en el cielo, y rielaba en un mar fosforescente, acompañada
por las luces de colores y las explosiones sordas de la cohetería.
Hoy, entonces, voy a
seguir el consejo del clásico, y dejar «mi
cuidado, entre las azucenas olvidado», de modo que el post diario se
redacte él solo con el milagro del que fue testigo el infante Arnaldos cuando vio una galera que se aproximaba a tierra, y en ella a un marinero entonando un cantar «que la mar ponía en calma, los vientos hace
amainar».
Es una historia maravillosa
y enigmática por la condición tajante que la acompaña, y que el marinero
expresa al final: «Yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va.»
Una restricción, según se
mire; pero también, y sobre todo, una invitación. Invitación a partir hacia lo que está más allá, a cambiar la vida, a no
quedarse inmóvil anclado en tierra y rodeado de la cacofonía de los días iguales en su incertidumbre.
¡Quién hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar
como hubo el infante Arnaldos
la mañana de San Juan!
Andando a buscar la caza
para su falcón cebar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar;
las velas trae de sedas,
la jarcia de oro torzal,
áncoras tiene de plata,
tablas de fino coral.
Marinero que la guía
diciendo viene un cantar,
que la mar ponía en calma,
los vientos hace amainar;
los peces que andan al hondo,
arriba los hace andar;
las aves que van volando,
al mástil vienen posar.
Allí habló el infante Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
─Por tu vida el marinero,
dígasme ora ese cantar.
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
─Yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va.