María Belmonte Barrenechea, escritora y viajera atrapada por el encanto de Grecia (por la “grecomanía”, diría en referencia a un grupo de Facebook en el que estoy apuntado), utiliza un método preciso para sus vagabundeos. Así lo explica en “En tierra de Dioniso. Vagabundeos por el norte de Grecia” (Acantilado, 2021. El libro está dedicado a Kleri Skandami, a cuyas virtudes se refiere la autora en el prólogo; y no hay mejor recomendación posible en esta casa.)
El método de María consta
de dos fases: la documentación, y la constatación. Cuando se traslada a un lugar,
por ejemplo Estagira, un yacimiento que fue ciudad (cuna del filósofo
Aristóteles), en un saliente costero de la Calcídica, reúne toda la información
posible sobre el mismo, lo ama y lo entiende por así decirlo antes de verlo, lo
hace suyo, y lo coloca en algún recoveco del corazón. Luego viaja y contempla a su
sabor en tres dimensiones lo que ha conocido antes por referencias fiables.
No voy a recomendar el
libro de María Belmonte: se recomienda solo. Voy a detenerme en ese momento
mágico del reconocimiento, tal como ella lo teoriza. Un reconocimiento ligado
al genius loci, el “genio del lugar”,
un elemento imponderable y esquivo que supone la plenitud de la posesión ideal
y pacífica de un rincón elegido del mundo.
Quizás es preferible dejar
hablar a María sobre ese reconocimiento. Le sucedió por primera vez, dice (pág.
95), hace muchos años, cuando era estudiante, en un barco que hacía el trayecto
entre las islas de Amorgós y Naxos: «… dejé de ver islas recortadas entre el
cielo y el mar; mi contemplación dio paso a una sensación indescriptible, como
si me hubiera introducido en otro orden de experiencia en el que la vida
cobraba, de repente, mayor intensidad y armonía; una sensación … que luego
identifiqué con mi primer encuentro con el poderoso genius loci de Grecia.»
En las páginas siguientes,
María se refiere a dos mujeres que han descrito, de formas diferentes pero
compatibles, esa “sensación indescriptible”. Para Vernon Lee, la autora de The Sentimental Traveller, «el genius loci era el amante buscado y
finalmente poseído». Susan Sontag, por su parte, «en su famoso ensayo Contra la interpretación, reivindicaba
una erótica del arte, una experiencia
del mismo más primitiva y sensual, casi mágica, que denominaba, de manera
elegante, metasexualidad. Para
Sontag, la modernidad, con sus espesas capas interpretativas y su exceso de
estímulos, había adormecido los sentidos e incluso aniquilado la capacidad de
percibir el arte.»
En el libro de María, y
entre muchas otras páginas dignas de mención, esa percepción íntima e
intransferible de una “esencia” (para decirlo de una manera en exceso
abstracta) tiene lugar en dos ocasiones demoradamente descritas, la primera en
Estagira, la segunda en las cercanías del monasterio de Zygou, en el Monte
Athos al que ella, en su condición de hembra de la especie, tiene prohibido
acceder.
En los dos lugares hay un
banco frente al mar; entre unas encinas en el primer caso, junto a un olivo
milenario en el segundo. El resto del paisaje es una «envoltura invisible en la
que se mezclaban el zumbido de los insectos, el sonido suave del mar, el
murmullo del viento en los árboles y el aroma de la garriga mediterránea.»
Siempre que necesita recurrir a un lugar tranquilo en el que recuperar la
calma, asegura María, descubre que el viejo banco de madera de Estagira la está
aguardando en un rincón íntimo de su imaginación.