Tristes tiempos cuando la verdad apenas encuentra otro espacio para salir a la luz que el de las personas de bien que la pintan en los
muros de las calles. (Imagen tomada en préstamo del muro en facebook de Antonio Ruda)
«¿Quién asegura que las
grabaciones no están editadas?», preguntaba Ana Rosa Quintana en su programa
televisivo del jueves pasado.
Las grabaciones aludidas
recogían conversaciones de María Dolores de Cospedal y/o su marido con el
comisario Villarejo, a propósito de ese tinglado de espionaje interno que se
viene conociendo con el nombre clave de Kitchen. Las grabaciones han sido
admitidas como prueba por el tribunal que juzga el caso. “Editadas” es una
forma profesional de decir que las cintas correspondientes habrían sido
manipuladas con posterioridad a los hechos de los que testimonian, de modo que una charla inocente sobre el tiempo podría haberse trufado con una mención a
operaciones ficticias de espionaje a terceras personas muy respetables, como
Luis Bárcenas o su señora.
La pregunta de Ana Rosa
tiene respuesta fácil: los expertos son capaces de detectar cuándo una cinta ha
sido manipulada con el fin de que muestre algo que en realidad no ocurrió. Para
decirlo de forma sencilla, es tan fácil manipular una grabación como demostrar
que ha sido manipulada. No caben dudas al respecto. En los tribunales no han
sido admitidos como prueba cientos de documentos de este tipo, en los que se
habían modificado frases o borrado momentos de modo que pareciera que las
personas grabadas hablaban de algo distinto de lo que hablaban.
No estamos entonces ante
un hecho inaudito frente al que resulta prácticamente imposible reaccionar. No.
Las acusaciones basadas en pruebas falsificadas son tan antiguas como cagar en
el campo, para utilizar una expresión que el artista Víctor Manuel acaba de emplear
con enorme desacierto y mala pata, en relación con Podemos.
La pregunta en cuestión tiene, entonces, respuesta fácil, pero mantiene en pie un problema relacionado
con la pregunta misma. Todos sabemos de qué pie cojea Ana Rosa: es la conductora de un
programa televisado que tiene un sesgo francamente volcado hacia esa línea de sombra en el espectro a partir de la cual la derecha empieza a ser la derechona. Habría
sido más comprensible, además de un ejercicio de sinceridad que le habríamos
agradecido, que expresase su pregunta de la siguiente manera: “¿Quién nos
asegura que en esas grabaciones no se ha hecho lo mismo que hago yo todos los
días?”
Así están las cosas. Si
Pablo Iglesias se retiró ─esperemos que por poco tiempo─ de la arena política
con la esperanza de que decrecería el bombardeo mediático sobre cualquier
mínimo detalle relacionado con el gobierno progresista de coalición, bien claro
se ha visto que no es así. Los conductores de programas y sus tertulianos, los
directores de los medios y todo ese conglomerado que solemos llamar “la caverna”
por sus modos y maneras troglodíticas, se han limitado a variar el objetivo de
sus misiles y buscar nuevos blancos. Josep Cuní, esta mañana, daba paso a un
fulano sedicente economista y catedrático, con el pretexto de que sus palabras,
que el mismo Cuní consideraba poco ponderadas, están siendo “trending topic”.
Ese payaso de la cochambre, no quiero citar su nombre, ha llamado a la vicepresidenta
cuarta Teresa Ribera “ecólogo-comunista analfabeta”, y asegurado que no sabe
distinguir entre un kilovatio y una kilocaloría.
¿No les parece a ustedes
que el mindundi en cuestión estaba “editando” su declaración a los medios, para
expresarlo en lengua anarrosácea?