jueves, 3 de junio de 2021

LIBRO DE ESTILO

 


"La Biblia del periodismo". Publicidad de El País en su 40º aniversario.

 

Gracias a que estamos a primeros de mes y El País me permite la lectura gratuita de un número limitado de artículos, he podido husmear lo que denuncia Carlos Yárnoz, el “defensor del lector” de dicha cabecera de prensa, bajo los siguientes titulares: «El muro entre información y opinión se erosiona. El periódico incumple a menudo esa garantía para los lectores de separar hechos y juicios de valor.»

El alegato es duro, pero conviene verlo en un contexto. Yárnoz habla de “incumplimiento sistemático” y de “pérdida de credibilidad”. Cita muchos ejemplos, y de ellos se deduce que los profesionales de El País han arrastrado los hechos sobre los que informaban en dirección a puntos de vista opinables muy diferentes: unas veces en contra de Iglesias, otras de Ayuso, de Sánchez, de Casado, de Abascal, de Puigdemont, etc. Ha habido una orgía de tergiversaciones multidireccionales.

Ante una exposición así, mi primera pregunta es a quién está defendiendo el defensor: si al lector, o a la dirección del medio. Si el remedio estuviera, tal como él propone, en la aplicación a rajatabla del Libro de Estilo, donde está claramente definida la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad del recto ejercicio del periodismo, nos encontraríamos al cabo de la calle.

No es entonces, según Yárnoz, el periódico quien yerra, sino los periodistas. La opinión (obviamente plural) tiene su refugio y su tribuna en la sección de opinión, y en el formato “crónica”, que es el cuestionado por el articulista, la información debería ir, como está mandado, limpia de toda clase de polvo y paja opinativo.

Ocurre que no ocurre así. El País, como todos los demás medios de comunicación presentes en el cotarro, posee una línea editorial propia. Esa línea no la marca en ningún caso la pericia y la experiencia profesional de los redactores, sino la voluntad colectiva de la Propiedad del medio. No el Consejo de Redacción, invento admirable que tuvo una vida efímera así en El País como en otras cabeceras, sino el Consejo de Administración.

De modo que no es la opinión del periodista la que se aparta del fiel de la balanza señalado en el Libro de Estilo, sino la opinión de la propiedad, que encuentra varios y a veces muy retorcidos modos de expresarse.

Tan retorcidos, que a veces no se expresan mediante una información debidamente coloreada por el cristal con que se mira; sino, pura y simplemente, mediante la desinformación. Por activa y por pasiva, por acto o por omisión.

De modo, volviendo a los titulares de la noticia, que no hay, no ha habido nunca, un “muro” que separa la información de la opinión, sino más bien una puerta giratoria franqueada muchas veces en ambas direcciones. Lo cual no supone en modo alguno una “erosión” de la confianza del lector en el medio, sino una práctica habitual. Detrás de la casuística variada y aleatoria que se ocupa en enumerar Yárnoz, hay unos puntos cardinales vigilados por metafóricos dragones. El periodista es muy consciente siempre del terreno que pisa. Si va más allá del pasillo estrecho que se le marca desde fuera, sabe que le estará esperando una carta de despido a la vuelta de alguna esquina.

Eso no solo pasa en El País, por supuesto. También ocurre en OKDiario y en Mundo Obrero. Los medios están al servicio de una visión del mundo determinada por los intereses a los que sirven, pensar que cumplen arcangélicamente una misión de información objetiva y desencarnada, es pura utopía.

Entonces, el Libro de Estilo al que recurre Yárnoz tiene una función más bien decorativa en ese escenario. Da unos criterios puramente formales, que el profesional de los medios debe completar con otra serie mucho más concreta y urgente de normas de conducta. Escribir para la prensa no es fácil nunca; pero escribir con libertad de expresión y de opinión solo queda al alcance de algunos santones y gurus que ya han dicho su última palabra original hace muchos años, y por consiguiente no suponen ningún desafío para el confortable statu quo de la Propiedad del medio. Hablo (en el caso de El País) de los Felipe González Márquez, Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, y algunos otros que pueden contarse con los dedos de dos manos. Ellos tienen libertad completa de expresión. Todos los demás, los tribunos habituales, cuidarán mucho lo que dicen y lo que no dicen, para no ver devuelta su colaboración, o recortada por “problemas ineludibles de espacio”, o trasladada de la página 3 a la 48, junto a los crucigramas.

Un artículo reciente de Quim González Muntadas sobre la RSC (responsabilidad social corporativa) de los bancos y las grandes empresas, me traslada a un contexto parecido. Grandes empresas, situadas en la cabecera de cadenas de valor internacionales, se adornan con unos principios también “de estilo”, llenos de declaraciones bastante altisonantes. Al menor conflicto de intereses, como señala Quim, la “poesía empresarial” decae, y es la prosa habitual lo que se impone: «Es decepcionante comprobar como los grandes bancos y empresas de primer nivel, en lugar de innovar con nuevas formas e instrumentos, más justos y sostenibles, de adaptación a los cambios, adoptan como primera y única medida, para satisfacer el valor bursátil, el recurso a las viejas recetas, que no son más que masivas reducciones de plantillas y destrucción de lo que ayer calificaban como su activo más preciado.»

Es lo que hay. El “estilo” importa más bien poco en todo esto.