"La Biblia del periodismo". Publicidad
de El País en su 40º aniversario.
Gracias a que estamos a
primeros de mes y El País me permite la lectura gratuita de un número limitado
de artículos, he podido husmear lo que denuncia Carlos Yárnoz, el “defensor del
lector” de dicha cabecera de prensa, bajo los siguientes titulares: «El muro entre información y opinión se
erosiona. El periódico incumple a menudo esa garantía para los lectores de
separar hechos y juicios de valor.»
El alegato es duro, pero
conviene verlo en un contexto. Yárnoz habla de “incumplimiento sistemático” y
de “pérdida de credibilidad”. Cita muchos ejemplos, y de ellos se deduce que
los profesionales de El País han arrastrado los hechos sobre los que informaban
en dirección a puntos de vista opinables muy diferentes: unas veces en contra
de Iglesias, otras de Ayuso, de Sánchez, de Casado, de Abascal, de Puigdemont,
etc. Ha habido una orgía de tergiversaciones multidireccionales.
Ante una exposición así,
mi primera pregunta es a quién está defendiendo el defensor: si al lector, o a
la dirección del medio. Si el remedio estuviera, tal como él propone, en la aplicación
a rajatabla del Libro de Estilo, donde está claramente definida la verdad, toda
la verdad y nada más que la verdad del recto ejercicio del periodismo, nos
encontraríamos al cabo de la calle.
No es entonces, según
Yárnoz, el periódico quien yerra, sino los periodistas. La opinión (obviamente
plural) tiene su refugio y su tribuna en la sección de opinión, y en el formato
“crónica”, que es el cuestionado por el articulista, la información debería ir,
como está mandado, limpia de toda clase de polvo y paja opinativo.
Ocurre que no ocurre así.
El País, como todos los demás medios de comunicación presentes en el cotarro,
posee una línea editorial propia. Esa línea no la marca en ningún caso la pericia
y la experiencia profesional de los redactores, sino la voluntad colectiva de
la Propiedad del medio. No el Consejo de Redacción, invento admirable que tuvo
una vida efímera así en El País como en otras cabeceras, sino el Consejo de
Administración.
De modo que no es la opinión
del periodista la que se aparta del fiel de la balanza señalado en el Libro de
Estilo, sino la opinión de la propiedad, que encuentra varios y a veces muy
retorcidos modos de expresarse.
Tan retorcidos, que a
veces no se expresan mediante una información debidamente coloreada por el
cristal con que se mira; sino, pura y simplemente, mediante la desinformación.
Por activa y por pasiva, por acto o por omisión.
De modo, volviendo a los
titulares de la noticia, que no hay, no ha habido nunca, un “muro” que separa
la información de la opinión, sino más bien una puerta giratoria franqueada
muchas veces en ambas direcciones. Lo cual no supone en modo alguno una “erosión”
de la confianza del lector en el medio, sino una práctica habitual. Detrás de
la casuística variada y aleatoria que se ocupa en enumerar Yárnoz, hay unos
puntos cardinales vigilados por metafóricos dragones. El periodista es muy
consciente siempre del terreno que pisa. Si va más allá del pasillo estrecho
que se le marca desde fuera, sabe que le estará esperando una carta de despido
a la vuelta de alguna esquina.
Eso no solo pasa en El
País, por supuesto. También ocurre en OKDiario y en Mundo Obrero. Los medios
están al servicio de una visión del mundo determinada por los intereses a los
que sirven, pensar que cumplen arcangélicamente una misión de información
objetiva y desencarnada, es pura utopía.
Entonces,
el Libro de Estilo al que recurre Yárnoz tiene una función más bien decorativa
en ese escenario. Da unos criterios puramente formales, que el profesional de
los medios debe completar con otra serie mucho más concreta y urgente de normas
de conducta. Escribir para la prensa no es fácil nunca; pero escribir con libertad
de expresión y de opinión solo queda al alcance de algunos santones y gurus que
ya han dicho su última palabra original hace muchos años, y por consiguiente no
suponen ningún desafío para el confortable statu quo de la Propiedad del medio.
Hablo (en el caso de El País) de los Felipe González Márquez, Mario Vargas
Llosa, Fernando Savater, y algunos otros que pueden contarse con los dedos de dos
manos. Ellos tienen libertad completa de expresión. Todos los demás, los
tribunos habituales, cuidarán mucho lo que dicen y lo que no dicen, para no ver
devuelta su colaboración, o recortada por “problemas ineludibles de espacio”, o
trasladada de la página 3 a la 48, junto a los crucigramas.
Un
artículo reciente de Quim González Muntadas sobre la RSC (responsabilidad
social corporativa) de los bancos y las grandes empresas, me traslada a un
contexto parecido. Grandes empresas, situadas en la cabecera de cadenas de
valor internacionales, se adornan con unos principios también “de estilo”, llenos
de declaraciones bastante altisonantes. Al menor conflicto de intereses, como
señala Quim, la “poesía empresarial” decae, y es la prosa habitual lo que se
impone: «Es decepcionante comprobar como
los grandes bancos y empresas de primer nivel, en lugar de innovar con nuevas
formas e instrumentos, más justos y sostenibles, de adaptación a los cambios,
adoptan como primera y única medida, para satisfacer el valor bursátil, el
recurso a las viejas recetas, que no son más que masivas reducciones de
plantillas y destrucción de lo que ayer calificaban como su activo más preciado.»
Es
lo que hay. El “estilo” importa más bien poco en todo esto.