martes, 13 de julio de 2021

DOS CAMBIOS DE DIRECCIÓN: 1962-2022

 


Bo BARTLETT, “El final de una era”. Por lo común, nada anuncia el final de una era o de un ciclo; solo advertimos los cambios al recordarlos de forma retrospectiva.

 

Ayer asistí en el Espai Assemblea de CCOO de Barcelona a una charla entre Enric Juliana e Isidor Boix, presentados por Paola Lo Cascio, bajo ese título y con la siguiente coletilla: “La Historia no se repite, pero rima.”

Lo que se dijo ayer me interesó mucho, pero no agotó ni mucho menos el tema. El tema es apasionante: “dos cambios”, por más que se aclare que son solo (¿son solo?) cambios de “dirección”. Una Historia que rima. Es decir, cadencias, homologías, continuidades y discontinuidades…

Frente a 2022, que está ahí a la vuelta de la esquina, nos encontramos en un cambio de dirección prácticamente obligado por las circunstancias del entorno. Hay cambio climático, cada vez más bestia. Hay agotamiento de los recursos no renovables del planeta, después de siglos de abusos continuados. Hay una necesidad de replanteamiento del modelo de crecimiento económico, que han venido utilizando tanto los neoliberales como quienes en principio no lo son, por pura rutina, sin pensar demasiado en ello.

No es cuestión, sin embargo, de crecer más deprisa o más despacio, sino de crecer de forma distinta; y sobre todo para gente distinta. Crecer ─crecer más, o crecer menos─ para los de siempre, no tiene ninguna gracia, todo se reduciría a más de lo mismo.

Bien, estamos en un cruce de caminos e importa cuál es el que tomamos. En 1962 el régimen de Franco pudo contar de pronto con una cantidad respetable de ayuda externa para salir del marasmo de la autarquía. Éramos en cierto modo lo que ahora es Albania en Europa, un cero a la izquierda, y solo contábamos para algo con don Foster Dulles más el apoyo muy matizado de algunos intelectuales (Hemingway, Montherlant) que buscaban el exotismo de una autenticidad más primitiva en la fiesta de los toros. Curiosamente, el mismo recurso que enarbolan ahora algunas opciones convencidas de que cuanto más diferentes seamos del guiri, más aceptados seremos por él.

Las costuras de la Dictadura empezaron a estallar en 1962, cuando, finiquitada la autarquía, se completó la estabilización. Dos años después se lanzó el primer plan de desarrollo, comisariado por don Laureano. Las jerarquías (los generales, los obispos, los ministros de uniforme) se atrevieron con la jugada porque se consideraron capaces de controlar los efectos indeseados. Se hablaba entonces (¿recuerdan a don Gonzalo Fernández de la Mora?) del “crepúsculo de las ideologías”, en cuya penumbra tecnocrática no importaba gran cosa que tu gato fuera blanco o negro, con tal de que te cazara los ratones.

Los planes de desarrollo lanzados con la ayuda de grandes volúmenes de capital foráneo crearon nuevas condiciones en el interior del país: cientos y cientos de miles de nuevos puestos de trabajo, una migración interna masiva, la fe de vida de una nueva clase trabajadora, en la industria sobre todo, también en el comercio y los servicios. Una clase nueva de trinca, joven (escandalosamente joven) y decidida a afirmarse en el nuevo contexto, y recibir lo justo por aquello que daba.

Era una clase trabajadora que tenía además esa característica que señaló Bruno Trentin de los protagonistas del otoño caliente italiano: personas que nunca habían sido derrotadas antes, en cuyos cálculos no entraban la derrota ni la retirada.

En el 62 se hicieron visibles todavía solo unos pocos indicios de lo que venía. Como todos los virus, el nuevo trabajo organizado fue creciendo internamente de forma casi inadvertida, hasta llegar a su madurez y a su eclosión repentina. Pensemos en la situación doce años más tarde, en 1974, y advertiremos la diferencia. Por ejemplo, si comparamos la estadística de horas perdidas por huelga en los dos años. Todo había empezado como un movimiento circunscrito a unas pocas concentraciones de trabajadores casi exclusivamente varones, en la minería y en la industria, en empresas grandes, a través de una forma nueva de gestionar los conflictos mediante comisiones internas de representantes elegidos directamente por la plantilla. Doce años después las Comisiones habían conquistado el entorno social, el territorio, se manifestaban en la calle, recurrían a los locales de las parroquias, de las asociaciones de vecinos, de los sindicatos verticales, y aglutinaban un consenso social altísimo.

Y aparecieron las mujeres como un colectivo aguerrido con características propias, en algún momento próximo al año 69. La tasa de actividad femenina creció en flecha, la vanguardia se pobló de chicas muy, muy jóvenes, recién llegadas de lugares perdidos en la geografía donde las expectativas estaban muy limitadas. Esas chicas entraban a la fábrica para conquistarla, para crearse un futuro personal y familiar y social más libre y con mayor horizonte, a partir del fruto de su trabajo.

¿Dónde estaban los partidos políticos, el Partido por antonomasia si se prefiere, en ese proceso? El Partido estuvo ahí desde el principio, ayudó desde sus propias estructuras, orientó, atendió como pudo a los problemas de seguridad de los nuevos liderazgos demasiado audaces y demasiado inexpertos, dirigió todo lo que le fue posible dirigir, proporcionó materiales para el estudio (“aquí habíamos venido a estudiar…”)

Y sufrió él mismo el cataclismo de los nuevos tiempos. Las Comisiones Obreras ya no eran iguales en 1974 a como fueron en 1962; pero el cambio fue mucho mayor todavía en las estructuras de los partidos políticos, y en las del Partido Príncipe moderno en particular. Toda una categoría de cuadros nuevos, obreros, profesionales, estudiantes, intelectuales, mujeres conscientes de su condición femenina, empezaron a chicolear en los comités centrales para asombro de los veteranos, convencidos todavía de que el sindicato había de ser tan solo una correa de transmisión fiable, y mucho más acostumbrados a las restricciones de la clandestinidad que al nuevo contexto de calle, de aire libre, de creación de espacios de libertad aún limitados pero cada vez más extensos.

Se puede sacar muchas conclusiones de la comparación entre esas dos encrucijadas separadas por sesenta años de historia cotidiana y contradictoria. Yo aquí lo dejo, de momento. La conclusión importante me parece de cajón: cuando la situación de fondo cambia abruptamente, cuando los elementos nuevos desbordan el marco cauteloso que antes se había tomado como terreno de juego inamovible, es un pecado seguir pensando igual, seguir haciendo las mismas cosas.