Liza Minnelli y Joel Grey en el número
“Money, money” de la película «Cabaret» (Bob Fosse 1972)
La velocidad de contagio
de las nuevas cepas de coronavirus es tan alta o más que en los inicios del año
pasado, según informaciones solventes de fuentes científicas. Por tal razón, en
varias autonomías se ha vuelto a cerrar el negocio del ocio nocturno. El
objetivo es preservar la salud pública y salvar vidas (mueren menos personas
ahora, es cierto, pero son más jóvenes; y las secuelas de quienes no pierden la
vida en el envite tampoco son moco de pavo).
Nada de todo eso es
argumento para el sector de las discotecas de Barcelona. Esto es lo que han
declarado: «Es fácil cerrar negocios desde el sillón de una consejería.» Dicho
de otro modo, “el show debe continuar”.
Para una determinada
visión de los negocios, una determinada economía circular desbloquearía la actual
emergencia del mejor modo posible para (casi) todos: el sector privado del ocio
nocturno pondría los contagios, y la sanidad privada el remedio, los paganos
pagarían dos veces, y el PIB ascendería en flecha. Habría un cierto número de
víctimas por fuego amigo, sí, pero prácticamente despreciable. En resumen, todo
un bello panorama en cinemascope y technicolor al que se están poniendo palos
en las ruedas desde el lugar más impensable: ¡la poltrona de una consejería,
por dios!
Es todo un despropósito,
para la patronal de las discotecas: se ponen trabas en lugar de facilitar el
negocio como sería razonable. El estado de alarma dictado por el gobierno fue
recurrido, en su momento. ¿Qué alarma, si las cosas iban sobre ruedas? Morían
algunos viejos aparcados en residencias, es verdad, pero la juventud estaba
disfrutando del derecho inalienable a una resaca bien merecida, una resaca “con
fundamento” que diría Arguiñano.
Y ahora que por fin se
había acabado la alarma y se abría cautelosamente la mano en cuestión de “libertades”
que diría Ayuso, he aquí que de pronto vuelve la burra al trigo. El derecho
sacrosanto de los neoliberales a hacer “lo que les da la gana” a ellos sin
mirar alrededor, sufre de nuevo injerencias y cortapisas administrativas. Los
discotequeros están que trinan. Ellos abogan por la religión calvinista del
trabajo: abrir puntualmente el local a su hora nocturna, tener a punto tanto el
DJ y sus cintas como los refrescos pertinentes, cobrar religiosamente entrada y
consumiciones, evitar peleas por medio de gorilas de musculatura
suficientemente disuasoria, y poner de madrugada a una brigadilla de limpieza alquilada
para dejar el local como una patena, listo para la siguiente sesión. Todo legal
más o menos, todo transparente o por lo menos traslúcido. Son buenos ciudadanos
y (no tan) buenos contribuyentes, que deberían merecer solo parabienes por
parte de las poltronas de las consejerías.
Lo malo del negocio
privado es su incapacidad para percibir el interés público en ninguna de sus
formas. Para el negociante privado, lo público es solo una fuente de prohibiciones
injustificadas y de gastos adicionales. “¿En nombre de qué me impiden a mí abrir mi local, que está en regla, por una cuestión de salud pública?”,
se dice el dueño de la discoteca. “¿Qué tengo yo que ver con la salud pública?”
De forma parecida, en un
chat de Facebook me metí ayer a polemizar (¿para qué haré yo esas cosas?) con
dos caballeros que defendían a la agencia de viajes que organizó el macroviaje “de
estudios” a Mallorca que desembocó en macrocontagio. Para ellos, había culpa en
la permisividad de las autoridades y en el comportamiento descerebrado de los
estudiantes; pero no, de ninguna forma, por ningún concepto, en la
intermediación de la agencia de viajes que se lucró con la iniciativa y declinó
toda responsabilidad por la misma.
Estamos a años luz de una
educación para la ciudadanía que esté a la altura de una sociedad democrática.