Arriba, Winslow HOMER, “Escena de playa”. Al
pie de estas líneas, Peder Severin KROYER, “Día de verano en Skagen”. La
misma situación, plasmada en una y otra orilla del océano Atlántico.
Mi amiga Isabel Huete se hace
eco de una noticia del El Diario, según la cual las galerías caras no quieren
mujeres artistas. Ni siquiera ARCO. Para los galeristas, las mujeres artistas
son materia prima de calidad inferior; nunca alcanzarán en su trabajo los niveles
de cotización de un artista varón suficientemente afirmado en el mercado, incluso
si a veces se le adorna en el catálogo con una aureola de inconformista y de
rebelde.
Así se falsifica desde
hace siglos la Historia del Arte. También se falsifica la Historia a secas, en
función de los mismos criterios. Una parte de la historia desaparece de la
superficie, es cuidadosamente ocultada. Ocurre algo parecido, incluso, con la
Historia de las clases subalternas (pongamos que hablo del Movimiento Obrero), que
viene ya viciada de origen al no ser tomada en cuenta como motor de la Historia
en general, salvo en momentos excepcionales. Las revoluciones entran en el
cómputo, sí, salvo que entonces viene a resultar que también la Revolución es cosa
de hombres, y las mujeres dan en ella solo ese tono de fondo de color neutro
indispensable para que resalte más el coraje emancipatorio de los varones.
No sé si la cosa tiene
remedio a corto plazo; en las distancias largas, mantengo siempre el optimismo.
La clave del asunto es que la mujer es considerada distinta al varón: conformada de otra pasta distinta, con ideales distintos, sentimientos
distintos y diversiones distintas.
También les ocurre a los
perros y los gatos. Como ellos, las mujeres son consideradas un acompañamiento
ideal de los ocios de los varones (“la ocupación del desocupado y el descanso
del guerrero”, según fórmula consagrada); pero, como con ellos, se prescinde en
absoluto de sus sentimientos particulares. Los sentimientos, les vienen adjudicados desde fuera. Llegado el caso, si un perro o un gato exhibe sus
sentimientos más profundos sin complejos y sin recato, se le perdona la
impertinencia en aras a su animalidad. A una mujer, en cambio, si se deja ir hasta ese punto, se le critica.
Dos artistas, ambos
varones, ambos de países del Norte, han captado con agudeza dos escenas de
playa en las que se aprecia una situación muy especial, la ola como oscuro
objeto del deseo de unas jóvenes en esa edad en la que ya han perdido la inocencia
y la inconsciencia de la niñez, y están obligadas a mostrarse muy atentas al “qué
dirán”. Ocurre todo en una época anterior a los bikinis, las cremas
bronceadoras y la conquista definitiva de la orilla del mar por el género
femenino. Los varoncitos chapotean con soltura, con plena conciencia pero
ninguna preocupación del hecho de que sus madres les reñirán luego; las jovencitas,
por el contrario, se apartan, miran y suspiran, aprisionadas por los faldones, las medias, las
enaguas, las cintas, los cordones y los lazos que constituyen su muerte anunciada.
Un día de playa es para ellas solo un día más de suplicio refinado.