Imagen del parque del Buen Retiro en otoño.
Madrid entra por la puerta
grande en el Patrimonio Mundial con la doble joya de la corona de la capital
histórica de los Borbones: el parque del Buen Retiro y el Paseo del Prado. Nada
menos.
Bueno es que el Paseo quede
incluido en el paquete. En mi última visita (no hablo de semanas ni de meses,
sino ya de dos años, antes de la pandemia para entendernos), vi un tanto
deteriorado el esplendor del Paseo, que, recién privado de los desvelos maternales
de Manuela Carmena, parecía en trance de convertirse de nuevo en gallardona pista
de carreras para un tráfico motorizado masivo y febril. Allí veías, para
utilizar una expresión de la influencer Marta
Blasi, «la gente bonita vibrando junta». No era un espectáculo inspirador ni edificante.
Quizá por esa razón, parte
del comité de la UNESCO reclamaba más garantías al alcalduelo de Madrid en el tema de la contaminación. No se ha esperado a tener firmado el detalle, con
todo, y se ha procedido a la nominación sub
conditione. Lo cual viene a significar que el Paseo del Prado (no creo que
el parque, ese parque de mis entretelas, corra peligro mientras no se meta
entre ceja y ceja de algún fondo buitre con influencers
internacionales de postín) podría salir rebotado del Patrimonio Mundial, a la
misma velocidad a la que ha entrado.
De verdad, espero que eso
no ocurra nunca. Amo a Madrid tanto como lo temo, y cada vez más hago ambas
cosas desde la distancia. Mientras la UNESCO considere que se están cumpliendo
los parámetros sustanciales de preservación y mantenimiento del área urbana
concernida, eso significará que la libertad para hacer lo que les dé la gana de
tantos/as cernícalos/as hijos/as de Vox, seguirá estando eficazmente contenida
con algún tipo de cinta aislante, que evitará que nos jodan la marrana como es
su principal y casi única afición.