Imagen reciente del incendio de
Atenas.
El título original completo
de aquella película de Stanley Kubrick era “Dr.
Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb”.
Traducido a la lengua de Cervantes y Toni Cantó: “El doctor Amor Extraño: o
cómo aprendí a no preocuparme de nada y amar la bomba”. En las carteleras le
dieron el título impactante y engañador de “Teléfono rojo, volamos hacia Moscú”.
Parecía una de hazañas bélicas, y era todo lo contrario, una de hazañas
antibélicas (frustradas).
Ahora que ha quedado atrás
la política de la deterrence (disuasión)
y la eventualidad de un holocausto nuclear, ahora precisamente estamos aprendiendo
a amar la bomba. Han venido tres avisos muy serios: el crac de las finanzas
globales; la pandemia que fue imposible parar porque contravenía las libertades
individuales (doctrina reciente del Constitucional); y el agravamiento
catastrófico del cambio climático, contra el que todo el mundo alerta pero del
que nadie hace caso salvo para echar la culpa al gobierno, o alternativamente a
Pablo Iglesias que ya no está en el gobierno, y últimamente a Ada Colau,
convertida en el perejil de todos los guisos envenenados.
La salida de la crisis
tiene que ser rápida, en eso parecen estar todos de acuerdo. La ecología,
señora muy respetable, habrá de convivir con la economía, y la economía va a
seguir midiéndose por el PIB, un indicador trufado de trampas amorosamente
colocadas en beneficio propio por la misma élite financiera que fracasó con
estrépito en 2008 pero sigue ahí, impertérrita, asegurando, como Rodrigo Rato:
«No he sido yo, ha sido el mercado».
El mercado es intocable
pase lo que pase, y la economía de mercado es la bomba que nos va a destruir y
que estamos aprendiendo a amar. Estamos dispuestos a destruir valores
ecológicos insustituibles, pero lo haremos con una moderación ejemplar, porque
llevamos puestas las luces largas para atisbar, dentro aún del túnel como
estamos, la salida anhelada que consistirá en el crecimiento ejemplar del PIB y
el reparto equitativo de beneficios entre grandes y pequeños accionistas.
Nuestro cerebro es un
reloj que no funciona y además se ha detenido a una hora equivocada, según metáfora utilizada por
Theodor Kallifatides en “Otra vida por
vivir”.
De modo que, mientras aguardamos
impacientes la luz al final del túnel, entretenemos la espera despotricando de Pablo
Iglesias y de Ada Colau, quizá porque ellos no aman la bomba lo suficiente.
Tanta expectación por la
salida del túnel es desmesurada. Lo que se encuentra en el otro lado es el fin
del mundo.