Relámpagos de agosto
Requiriendo de amores a Elsa.
Yo fui un adolescente
tímido y algo beato, que soñaba a ratos perdidos con ingresar en el seminario;
pero Elsa despertó la fiera que llevaba dentro. Cuando digo Elsa me refiero a
Elsa Martinelli, por supuesto.
Me colé en su alcoba sin
ser visto cuando ella tomaba un baño, y le hice una confesión completa: mi
delirio sin límites, la obsesión de mis noches insomnes, mi deseo irresistible
de amar una vez, una vez tan solo, y después morir.
No coló. Si intentaba
sobrepasarme lo más mínimo, me dijo la bella muy en serio, parapetada detrás de
su toalla como si fuera la muralla de Jericó, gritaría pidiendo auxilio; y ella
y yo sabíamos que Yonvayne estaba fumando recostado en su mecedora en la
veranda, con su infalible seis tiros colgando de la cadera en su pistolera bien
engrasada.
Sería entonces morir antes
de pecar, lo mismo que me ofrecían en el seminario. Desistí.
Después de aquel clímax
fallido, todo se echó a perder. Elsa dejó la farándula y se casó con el conde siracusano
Franco Mancinelli Scotti di San Vito, que la encerró en el palazzo familiar, rodeada de columnas marmóreas y de retablos
sacros. Yo vagabundeé por la sabana al acecho de las gacelas descarriadas que
se acercaban sedientas a los bebederos de las lagunas. La última vez que vi a
Yonvayne, iba despendolado atronando un skyline
de baobabs, montado en una camioneta desde la cual intentaba vanamente echar el
lazo a un hatari.