Relámpagos de agosto
Un momento tenso en la mesa de
negociación. Yo iba de amigable componedor, y recibí leña de los dos bandos. Miren
qué cara se me quedó, soy el del fondo a la derecha, al lado del centurión de
guardia.
Vale que salió mal todo lo
que podía salir mal, pero margen para la negociación lo había, y más que
suficiente.
Para empezar, no era buena
idea plantar una pirámide más en el Delta. La economía no se recupera
necesariamente sobre la base de amontonar infraestructuras, y el Delta estaba
prácticamente abarrotado, una pirámide más significaba acabar con los cultivos
de hortalizas y con la industria del papiro, a la que todos los expertos
coinciden en augurar un gran futuro, ahora que cada vez más gente se está
aficionando a escribir.
También estaba la
precariedad laboral, que afectaba en gran manera a las Doce Tribus. Te hacen un
contrato eventual por una pirámide o dos, y cuando te quieres dar cuenta te han
dejado en la orilla del puto Nilo, sin indemnización ni seguridad social. Un
cuadro, y Doce Tribus son muchas bocas que alimentar.
Pero Moisés pudo jugar
mejor sus cartas. Cabezón era Faraón, pero Moisés no le andaba a la zaga. Su
tarabita era el Éxodo a la Tierra Prometida. Qué Tierra Prometida, hombre, si para
llegar se necesitaban cuarenta años de desierto puro y duro.
“Yaveh proveerá y hará llover
el maná sobre nosotros”, aseguraba Moisés. El maná fue siempre una leyenda
urbana, como el Bulli. Todo se reducía a cocinar saltamontes. Los deconstruían
y hacían esferificaciones, de acuerdo, pero eran saltamontes, nada de haute cuisine. Yo estoy en eso con
Faraón, que sostiene que un chuletón al punto es imbatible.
Bueno, pues el uno se fue
al desierto y el otro se tragó una detrás de otra las siete plagas, y aun tuvo suerte
del doctor Simón, que sin él habrían sido catorce, o más.
Por no hablar del Ángel de
la Muerte, que recorría con una espada flamígera las calles de Tebas después
del toque de queda, amparado en una sentencia del Constitucional.
La negociación naufragó. Para
postres, Faraón perdió todos sus carros en una riada, y a Moisés se le extravió
en la travesía del Sinaí el Barça de la Alianza, su mejor arma.
Perdió el uno, y perdió el
otro. Por cabezotas. El uno le tenía tirria a Osiris y el otro no podía ver al Messías.
¿Y qué, oigan? Pelillos a la mar. Osiris envejeció muy pronto, y el Messías
emprendió su Éxodo particular al París Saint-Germain, y no se le vio más el pelo.