La larga travesía del desierto:
carretera de Timoumi a El Biadh, en el
Gran Erg Occidental.
In hac lacrimarum valle.
(Del himno “Salve Regina”)
Hemos vuelto a la Edad
Media, se rumorea por los recovecos de las redes. El Imperio se desmorona, los
bárbaros están a las puertas de Kabul y de no sé cuántos lugares más, la
civilización antigua arde vorazmente en Grecia y en otros santuarios escogidos.
La alcaldesa de Barcelona intentó decir algunas palabras en el pregón de las
fiestas del barrio de Gràcia, y recibió un tremendo abucheo. En las fotos
aparece en la ventana, amparada por el líder de los fraticelli que la insultaban, y enjugándose una furtiva lágrima.
Y es que hay para echarse
a llorar. Lo hace, al parecer regularmente, Quim Torra, ¿saben de quién hablo? Fue
aquel hombre que ejerció durante un tiempo impreciso una especie de cargo
relacionado con cuestiones de representación de las instituciones catalanas ante
el exterior, con prioridad ante Waterloo. El caso del señor Torra es sin
embargo particular, porque sus lágrimas podrían tener el mismo motivo de
Boabdil cuando escapaba a lomos de mula hacia la Alpujarra y dejaba su taifa
indefensa ante el Estado opresor centralizado entonces en Santa Fe, capital de
la Vega del Genil. Ay de mi Alhama, o algo así.
Las taifas presentan un
gran atractivo en esta nueva edad oscura. Una taifa implica una muy
considerable porción de “libertad” en un espacio restringido y, por eso mismo,
fácilmente controlable. Entrecomillo la palabra “libertad” porque la utilizo en
el sentido que le da el filósofo Fernando Savater como fundamento de una ética
bien entendida (“libertad de hacer lo que te dé la gana”). Descontada esa
libertad supina, el/la jefe/a de una taifa necesita solo dos cosas más para ser
plenamente feliz: una corte y una cohorte. La corte está compuesta por un
número indeterminado pero en todo caso amplio de feudatarios y paniaguados que deben
favores a quien ostenta el mando y le ríen las ocurrencias; la cohorte fue en
tiempos predominantemente física, y armada; hoy, sin abandonar del todo aquella
característica, tiende más a lo mediático y a la ultra actividad mediante
campañas denigratorias.
Nos estamos quejando ahora
de lo mismo que se quejaban nuestros antepasados del siglo XIV: la falta de una
autoridad central reconocible; las pesadas servidumbres que incluyen el ius maltractandi y otras corveas,
diezmos, gabelas, ayunos y penitencias varias; la inseguridad ciudadana; las grandes
pestes y pandemias que recorren los países sin encontrar ningún freno a su
expansión; y una fragmentación social cada vez más acusada, que levanta muros
entre comunidades y condena a la hoguera a todas las personas extrañas o dudosas,
en particular las del género femenino, que es un género extraño y dudoso por
naturaleza.
Les hago partícipes de un
chismorreo banal: Pablo Casado habría acudido tanto a Sol como a Compostela a
ofrecer su cargo central, centralizado y centralista, tanto a Ayuso como a
Feijoo: “Tú te quedas con la presidencia del partido y la jefatura de la oposición,
y a mí me dejas los sinsabores del gobierno de tu autonomía”, les habría dicho,
por turno, a los dos. Y en ambos casos habría recibido como respuesta una enorme
pirula. Nasti de plasti, colegui, aquí cada cual a su bola y no hay más.
Ese sería el motivo, si se
fijan en las pocas ocasiones en que sale por la tele, de la extraña mueca de
Casado mientras maldice de los podemitas y los catalanes. Es que está a punto
de echarse a llorar.