No es la primera vez, ni será la última, que doy voz a Tarso Genro, emblema de la oposición trabajadora y democrática de Brasil, en este blog. En este caso, desarrolla un análisis certero ─desde la periferia del imperio─ según el cual fascismo e integrismo, dos opciones aparentemente contrarias, son en la práctica vasos comunicantes por los que circula una misma sustancia vicaria, enfeudada a poderes fácticos bien conocidos.
Niños muertos de Kabul enganchados
en alambradas de espino, o la barbarie que nos arrasa (*)
El aeropuerto de Kabul es el pequeño espacio
global donde, hoy, civilización y barbarie se miran desde los dos lados de la
valla
Tarso Genro (**)
El ex Secretario de Estado de EUA, Michael R. Pompeo,
reunido con el delegado de los talibanes en Doha, Qatar, el 12 de septiembre de
2020. [Foto del Departamento de Estado: Ron Przysucha / Domínio Público]
Bolsonaro se ríe en
público de quienes pasan hambre y dice, a la “capillita” de idiotas que le
adulan, que representan solo a una pequeña parte de nuestro pueblo: «¡No
compraremos alubias, compraremos fusiles!”. Repite así la fórmula fascista,
degradada por su proyecto de poder miliciano –sin partido, sin ideas, sin
compasión─, y recomienda, como quería el Duce, el “armamento general del
pueblo”. Quiere sustituir a las Fuerzas Armadas, cuyo deber constitucional es
defender la soberanía nacional y la estructura republicana del Gobierno, por una
milicia dispersa, sin ley y al margen del orden.
Bolsonaro disuelve el Estado
y los poderes soberanos con una frase letal: «¡Compraremos fusiles, no
alubias!» Es la fórmula mediante la cual extiende la barbarie por el territorio
y alimenta la utopía de la derecha, que imagina un país sin Derecho y sin
Estado, reducido a un espacio de mercado controlado por milicias criadas en las
sentinas clandestinas de la ilegalidad. Las Fuerzas Armadas no dicen nada.
¿Quién lo dirá?
En el apogeo de la Europa
democrática y burguesa, su civilización pensaba en sí misma como la vanguardia
(Mattei) ante la cual “la ignorancia se disiparía con el aumento de las luces
del conocimiento, el deseo se plegaría a las órdenes de la razón, y la barbarie
se sometería a la civilización en una conversión de todo su ser…” Esta
encarnación de la razón democrática por parte de la Europa civilizada no ha
prosperado, y están en peligro los fundamentos del Estado público asediado por
los bárbaros.
Los reflejos tenues de aquella
civilización rompieron durante siglos en las playas de América Latina, en una
gigantesca sucesión de convulsiones. Sus desdoblamientos bárbaros y
civilizatorios persisten: los bárbaros, representados en un fascismo
transmutado por las élites locales en autoritarismo oligárquico; y los reflejos
civilizatorios, sobreviviendo en los resquicios de vida democrática que han conseguido
mantener. Es preciso pensar en Kabul, no como un eslabón perdido de este proceso,
sino como una metáfora del desastre histórico que está poniendo en crisis lo
que queda aún de la democracia liberal.
El aeropuerto de Kabul es
el pequeño espacio global donde, hoy, civilización y barbarie se miran desde
los dos lados de la valla. En un lado están los soldados americanos, que
cumplen las órdenes de controlar las vías de escape, demasiado exiguas; y, en
el otro, el talibán victorioso, que tolera que los “ultra radicales” hagan
estallar bombas en medio de las personas en fuga, desesperadas por el abandono.
Los niños muertos que los soldados del Tío Sam desenganchan de las alambradas
de espino de las vallas de Kabul marcan la trayectoria de un siglo que comenzó
en crisis y se aproxima al desastre.
Los soldados americanos
son del mismo país que armó y organizó a los talibanes, y en 1994 permanecieron
inmóviles –durante la administración de Bill Clinton– ante el asesinato
programado, en Ruanda, de 800.000 tutsis en 100 días de carnicería. No podemos
olvidar que buena parte de los iluministas europeos de derechas siempre han considerado el colonialismo como un “proceso civilizatorio.”
La barbarie por omisión,
en el caso de Ruanda, fue un reflejo tardío del pensamiento crítico de las
clases dominantes del mundo, escenificado por quien se presentaba como
“estado-policía” mundial, con la intención exclusiva de proteger sus intereses
de dominio de la tierra y de las riquezas minerales. A esos espacios coloniales
y neocoloniales se les adjudicaba una “policía” cuando el costo de la
intervención quedaba compensado por una tasa de retorno aceptable en términos
de felicidad imperial.
El acuerdo con los
talibanes ─en Afganistán– tiene aún el mismo sentido, coherente para quien,
durante décadas, ha seguido actuando en territorio latinoamericano apoyando las
dictaduras terroristas que nos infestaron en el siglo XX. El régimen talibán se
constituyó y apoyó para enfrentarlo a los soviéticos, no para organizar un
“estado de derecho” en un país de tradición fuertemente tribal. La reflexión
que aportan los acontecimientos de Kabul a nuestro país infeliz, ahora que
incluso el establishment considera
que nos gobierna un energúmeno, es todavía más compleja.
Nuestro talibán, aquí, es
un hombre al frente de un movimiento que penetró en el recinto del Estado y viene
alimentando poco a poco, en una parte del pueblo, un espíritu belicista: no es
una organización política asentada en una estructura de clase, ni un núcleo de
poder formal, sustentado por el dinero de los ricos tradicionales. Es un grupo
de aventureros amparado por recursos de una “lumpen” burguesía sin grandes
riquezas pero “experta” en trampas y pelotazos rentables.
Cuando Bolsonaro tiene el
valor de decir que los fusiles son más importantes que las alubias, que la
armas pasan por delante de los alimentos, que la guerra es preferible a la paz,
su gobierno ya no es tan solo ilegal e ilegítimo. Entonces se identifica con
las dos barbaries de Kabul: la que hace estallar bombas en medio del pueblo
indefenso y proyecta criaturas contra las alambradas de espino, y la que organizó
a los talibanes para llevarlos al poder en nombre de la civilización, con sus secuelas
de fracaso y sangre derramada.
(*) Publicado
originalmente en la revista Sul 21, número
de agosto 2021. La traducción, muy de circunstancias, es mía.
(**) Tarso Genro ha sido gobernador del estado de Rio Grande do Sul, alcalde
de Porto Alegre, ministro de Justicia, ministro de Educación y ministro de
Relaciones Institucionales de Brasil.