Un número increíble
de conocidos/as nos han llamado o mensajeado estos días pasados, por si la
tragedia de Mati nos había afectado de alguna manera a nosotros o a nuestra
familia griega. Estábamos ya en Barcelona cuando ocurrió, y la familia griega
está sana y salva al completo. Conocíamos el lugar, sin embargo. Después de nuestras
repetidas visitas a Vravrona (la antigua Brauron, con el templo dedicado a
Ártemis y la tumba presunta de Ifigenia), solíamos desembocar en el litoral por
Rafina, y en Mati o en Nea Macri buscábamos un restaurante popular donde comer
pescado junto al mar. Es un segmento de costa muy concurrido durante todo el
año. Nosotros hemos estado allí siempre fuera de temporada, es de imaginar su
abarrotamiento en pleno verano y con las temperaturas en máximos por encima de
los cuarenta grados.
Por casualidad
estaba leyendo yo estos días un libro sobre otra catástrofe imprevista y previsible, “Los tres
días de Pompeya”, del arqueólogo Alberto Angela. Hay algunos rasgos llamativos comunes
a los dos acontecimientos. Por ejemplo, los pompeyanos vivieron sin aprensión los
temblores fuertes y repetidos de los días anteriores a la erupción del Vesubio:
“Esto es la Campania, aquí la tierra tiembla”, dejaron escrito algunos. Se
produjo un fuerte terremoto apenas una quincena antes de la gran explosión, y
en muchas mansiones estaban desde entonces reparando los desperfectos: puertas
que no cerraban bien, fuentes secas en los jardines, grietas en las paredes,
pinturas murales estropeadas. Pequeños inconvenientes de una vida que seguía
apaciblemente su rutina sin que nadie pensara en algo potencialmente peligroso
situado más allá, susceptible de modificar los planteamientos consabidos por
todos.
En el Ática, el planteamiento
asumido por todos era la libertad de edificar, sin plan, sin medidas
elementales de seguridad, tomando a manos llenas lo que la naturaleza
proporcionaba y modificándolo sin ninguna clase de previsión. Se edificó en pleno
bosque, en zonas que nunca fueron oficialmente señaladas como edificables; se
trazaron a capricho, sin la intervención de ingenieros y técnicos responsables,
carreteras vecinales entre los distintos grupos de viviendas, por toda clase de
vericuetos susceptibles de convertirse en trampas mortales. Se funcionó, en Pompeya
como en Mati, a partir de un “negacionismo” de simple sentido común: si no ha
pasado nada hasta ahora, no va a pasar ya nunca.
El segundo rasgo
común aparece con la certificación de la amenaza: la erupción del volcán o el auge amenazador del incendio.
Un gran porcentaje de personas decide entonces que en ninguna parte van a
estar mejor protegidos que en sus casas. Obedecen a un sentimiento arraigado de
que solo lo conocido ofrece protección adecuada, en tanto que la intemperie es
peligrosa en sí misma. En casa se guardan además los tesoros patrimoniales,
muchos o pocos; algo difícil de abandonar porque, durante una ausencia precipitada (y tal vez prematura) de
la propiedad, alguien puede saquear esta en la confusión. No se contempla sin
embargo, o se omite sin analizarla, la posibilidad de que la catástrofe que
llega al galope acabe en un santiamén con las riquezas acumuladas y con la vida
de quienes las guardan. Como en efecto sucede.
El tercer rasgo, en
fin, es la fuerte empatía que lleva a las personas, cuando no hay remedio y el
final es una certeza inmediata, a morir juntos. Abrazados, como los
veintitantos muertos de Mati que nunca llegaron a la playa donde buscaban una
última esperanza; y como tantos sepultados por las avalanchas de lapilli y cenizas
y barro ardiente en Pompeya o en Herculano.
Los incendios del
Ática fueron probablemente intencionados; el viento que los enconó y los
extendió hasta convertirlos en una trampa mortal, no. Pero no son crímenes
menores los que derivan de la imprevisión, de la rutina, de la pereza, del
descuido culpable de las vulnerabilidades ajenas por parte de quien ostenta la
responsabilidad sobre las mismas.
De eso sabemos
mucho en este rincón del ancho mundo. Tenemos una mentalidad ampliamente
liberal que predica que todo vale, unida al sentimiento fatalista de que lo que
sea, sonará. Cuando sobrevenga la próxima catástrofe caída literalmente del
cielo, tal vez nuestros legisladores se apresurarán a colocar un añadido o una
disposición transitoria a la última edición del código penal para implementar las medidas
destinadas a prevenir que tales horrores no vuelvan a suceder nunca más.
Pero los códigos van
siempre detrás de la realidad, y los tribunales van a su vez detrás, y a remolque,
de los códigos. Del mismo modo que, en algún momento, las violaciones en grupo
dejarán de ser consideradas una calamidad imprevisible como el granizo, o peor,
un castigo certero de la divinidad a la falta de compostura y pudor de las
víctimas, así también las reiteradas y graves infracciones a la sostenibilidad
del ambiente natural serán algún día sancionadas como crímenes contra las
personas, sin atenuantes.
Entonces seguirá
habiendo liberales negacionistas que protestarán contra el rigor de unas leyes
opresivas. Son los listillos que, una vez hecha la ley, buscan de inmediato la
trampa, una escapatoria no prevista en el articulado y capaz de asegurarles ─a ellos
y solo a ellos─ el privilegio impune de la insolidaridad.