sábado, 28 de julio de 2018

ECOLOGÍA Y CATÁSTROFE


Un número increíble de conocidos/as nos han llamado o mensajeado estos días pasados, por si la tragedia de Mati nos había afectado de alguna manera a nosotros o a nuestra familia griega. Estábamos ya en Barcelona cuando ocurrió, y la familia griega está sana y salva al completo. Conocíamos el lugar, sin embargo. Después de nuestras repetidas visitas a Vravrona (la antigua Brauron, con el templo dedicado a Ártemis y la tumba presunta de Ifigenia), solíamos desembocar en el litoral por Rafina, y en Mati o en Nea Macri buscábamos un restaurante popular donde comer pescado junto al mar. Es un segmento de costa muy concurrido durante todo el año. Nosotros hemos estado allí siempre fuera de temporada, es de imaginar su abarrotamiento en pleno verano y con las temperaturas en máximos por encima de los cuarenta grados.
Por casualidad estaba leyendo yo estos días un libro sobre otra catástrofe imprevista y previsible, “Los tres días de Pompeya”, del arqueólogo Alberto Angela. Hay algunos rasgos llamativos comunes a los dos acontecimientos. Por ejemplo, los pompeyanos vivieron sin aprensión los temblores fuertes y repetidos de los días anteriores a la erupción del Vesubio: “Esto es la Campania, aquí la tierra tiembla”, dejaron escrito algunos. Se produjo un fuerte terremoto apenas una quincena antes de la gran explosión, y en muchas mansiones estaban desde entonces reparando los desperfectos: puertas que no cerraban bien, fuentes secas en los jardines, grietas en las paredes, pinturas murales estropeadas. Pequeños inconvenientes de una vida que seguía apaciblemente su rutina sin que nadie pensara en algo potencialmente peligroso situado más allá, susceptible de modificar los planteamientos consabidos por todos.
En el Ática, el planteamiento asumido por todos era la libertad de edificar, sin plan, sin medidas elementales de seguridad, tomando a manos llenas lo que la naturaleza proporcionaba y modificándolo sin ninguna clase de previsión. Se edificó en pleno bosque, en zonas que nunca fueron oficialmente señaladas como edificables; se trazaron a capricho, sin la intervención de ingenieros y técnicos responsables, carreteras vecinales entre los distintos grupos de viviendas, por toda clase de vericuetos susceptibles de convertirse en trampas mortales. Se funcionó, en Pompeya como en Mati, a partir de un “negacionismo” de simple sentido común: si no ha pasado nada hasta ahora, no va a pasar ya nunca.
El segundo rasgo común aparece con la certificación de la amenaza: la erupción del volcán o el auge amenazador del incendio. Un gran porcentaje de personas decide entonces que en ninguna parte van a estar mejor protegidos que en sus casas. Obedecen a un sentimiento arraigado de que solo lo conocido ofrece protección adecuada, en tanto que la intemperie es peligrosa en sí misma. En casa se guardan además los tesoros patrimoniales, muchos o pocos; algo difícil de abandonar porque, durante una ausencia precipitada (y tal vez prematura) de la propiedad, alguien puede saquear esta en la confusión. No se contempla sin embargo, o se omite sin analizarla, la posibilidad de que la catástrofe que llega al galope acabe en un santiamén con las riquezas acumuladas y con la vida de quienes las guardan. Como en efecto sucede.
El tercer rasgo, en fin, es la fuerte empatía que lleva a las personas, cuando no hay remedio y el final es una certeza inmediata, a morir juntos. Abrazados, como los veintitantos muertos de Mati que nunca llegaron a la playa donde buscaban una última esperanza; y como tantos sepultados por las avalanchas de lapilli y cenizas y barro ardiente en Pompeya o en Herculano.
Los incendios del Ática fueron probablemente intencionados; el viento que los enconó y los extendió hasta convertirlos en una trampa mortal, no. Pero no son crímenes menores los que derivan de la imprevisión, de la rutina, de la pereza, del descuido culpable de las vulnerabilidades ajenas por parte de quien ostenta la responsabilidad sobre las mismas.
De eso sabemos mucho en este rincón del ancho mundo. Tenemos una mentalidad ampliamente liberal que predica que todo vale, unida al sentimiento fatalista de que lo que sea, sonará. Cuando sobrevenga la próxima catástrofe caída literalmente del cielo, tal vez nuestros legisladores se apresurarán a colocar un añadido o una disposición transitoria a la última edición del código penal para implementar las medidas destinadas a prevenir que tales horrores no vuelvan a suceder nunca más.
Pero los códigos van siempre detrás de la realidad, y los tribunales van a su vez detrás, y a remolque, de los códigos. Del mismo modo que, en algún momento, las violaciones en grupo dejarán de ser consideradas una calamidad imprevisible como el granizo, o peor, un castigo certero de la divinidad a la falta de compostura y pudor de las víctimas, así también las reiteradas y graves infracciones a la sostenibilidad del ambiente natural serán algún día sancionadas como crímenes contra las personas, sin atenuantes.
Entonces seguirá habiendo liberales negacionistas que protestarán contra el rigor de unas leyes opresivas. Son los listillos que, una vez hecha la ley, buscan de inmediato la trampa, una escapatoria no prevista en el articulado y capaz de asegurarles ─a ellos y solo a ellos─ el privilegio impune de la insolidaridad.