martes, 3 de julio de 2018

SALVAR LOS ÁNGELES DE LA ROLDANA


He seguido con un interés distanciado la búsqueda afanosa por parte del obispado de Cádiz de los cuatro ángeles tallados a finales del siglo XVII por la Roldana (Luisa Roldán, la primera mujer escultora que aparece en el censo de artistas patrios) y desaparecidos en algún momento del almacén de cachivaches varios de la catedral. Al final resultó que se los habían quedado en el año 2000 dos personas piadosas a las que daba pena que aquellas pequeñas tallas muy estropeadas se tiraran a la basura con el simple argumento de que había que hacer limpieza en el local.
Todo el asunto sugiere una reflexión descomprometida sobre el Arte (con mayúscula, plis). Se dice (mal dicho, por mucho que lleve el marchamo de autoridad de lo consabido) que necio es aquel que confunde valor y precio; sin embargo, no es posible aquilatar el valor objetivo y estable o “sostenible” de una obra de arte a través del tiempo. Está sujeto a las variaciones del gusto (los favoritos de un día pasan a ser los “putrefactos” de la temporada siguiente) y sobre todo a las variaciones del precio de mercado, entendido este en el sentido más zafio del término. La obra mejor vendida de Leonardo da Vinci hasta hoy ha sido un Salvator Mundi de circunstancias, elaborado por el maestro o por su taller dentro de una producción en serie destinada a complacer el deseo de una clientela piadosa de contar con un altarcillo portátil ante el que rezar en el cuarto de la posada mientras iban de viaje. El relato de la mano del genio que trasciende el tiempo para alcanzar la inmortalidad no es más que una broma urdida por el romanticismo. El “Podrá no haber poetas pero siempre habrá poesía” fue una ocurrencia de Bécquer en un día melancólico, debido tal vez a una mala digestión. (Son los poetas, en efecto, los responsables últimos de que haya poesía; esta no yace inerte en el mundo esperando la mano de nieve que sepa pulsarla.)
Los ángeles de la Roldana fueron un encargo de la catedral de Cádiz para armar el monumento eucarístico del jueves santo. Es decir: para un tingladillo de quita y pon que se exhibía durante una única jornada al año. La Roldana componía piezas así, en madera o barro pintado: santos, ángeles, belenes. Lo hacía con soltura y con gracia, pero no por ello era apreciada ni bien pagada. Dice la Wikipedia que marchó de Cádiz a la Corte de Madrid hacia 1689 debido a la penuria que les afligía a ella y a su familia, y que en sus años de oficio postreros en la capital no alcanzó mejor suerte, antes al contrario.
Con tales antecedentes, no es de extrañar que en el año 2000 el responsable de la limpieza del almacén catedralicio de Cádiz destinara las tallas, blanqueadas con una capa de pintura costrosa y muy deterioradas, a la basura. Tampoco es ilógico que desde el inventario de tesoros artísticos de Andalucía se reclame su restauración y un trato mejor para los ángeles de la Roldana. Estamos acostumbrados a admirar sin gesticulaciones raras chucherías de menos “valor” en las vitrinas de los museos: carritos, caballos o muñecas de época romana o prerromana, amuletos, pomos de perfume, pinzas para depilar, espejitos, lámparas de aceite e incluso objetos enigmáticos a los que se atribuye un sentido oculto trascendente y que posiblemente no lo tengan, como el disco de Festos en el Museo de Heraklion, Creta, un recorrido indescifrable de signos dispuestos en espiral que para algunos guardaría el secreto del hundimiento de la Atlántida, pero que también, ¿por qué no?, podría ser un antecedente milenario del juego de la oca.   
La conclusión banal sería que el universo artístico es un cajón de sastre, en el que cabe todo y nada debe ser objeto de preferencia absoluta. La de André Malraux, que fue ministro de Cultura con De Gaulle además de muchas otras cosas, es sutilmente diferente: cada uno de nosotros tiene su propio “museo imaginario” en el que entroniza lo que le parece admirable y establece una jerarquía de valores conforme con sus propios ideales. No podremos convencer de ninguna manera a quien opina (lo leo en los periódicos) que una visita al Museo del Prado no compensa, porque tiene “demasiados cuadros”. Pero nuestro gusto no es ni puramente individual ni intransmisible. De manera que cuantos más coincidamos en el deseo de ver restaurados y luminosos los ángeles de la Roldana, más probabilidades tendremos de verlos colocados en un lugar digno de una institución oficial, detrás de una vitrina iluminada que los ponga en valor.