Plantea elpais semanal (1) una cuestión de enjundia,
como es la pervivencia del botijo en el siglo XXI, y su aceptación creciente
por parte del turista sediento, como alternativa placentera a sistemas de
enfriamiento del agua dulce más drásticos y brutalistas, como el “on the rocks”
tan ajeno a nuestra particular idiosincrasia nacional.
Albricias sean dadas, pero se podía haber amanecido
bastante más temprano en esta delicada cuestión del botijo. Yo mismo había dado
el queo hace ya ocho años, desde la simple observación de la sociedad circundante,
durante un verano que pasé en Rodas con mi hija, mis nietos y la familia política
afincada allí.
A las pruebas me remito. Esta es la e-misiva que
envié a JL López Bulla el día 25 de julio de 2010. Eran visibles ya en aquel
verano las amenazas de la crisis financiera global, y el Constitucional había puesto la proa al Estatut refrendado de Cataluña; pero también estaban
recentísimos los fastos del “otro” Mundial de fútbol, el de Sudáfrica, y la
isla vibraba de amor por Ispanía.
Querido maestro,
a mi tita política
rodia Paraskeví, que a sus setenta y cuatro años se levanta todos los días a
las cinco de la madrugada para atender con su marido Yannis unas huertas que
tienen cerca del pueblo de Soroní, se le metió en la cabeza vender un pedazo de
tierra que les coge un poco a trasmano y no cultivan, y así contar con un
dinerillo sobrante con el que bandear más desahogadamente el impacto de choque
de la crisis. Sus hijas Katerina y Elení y su hijo Panayotis se echaron las
manos a la cabeza: "Mamá, ¿no sabes que nos van a echar de la moneda
común, que tus evros no valdrán nada, que los bancos cerrarán, que no habrá más
dinero de ninguna clase y el único valor seguro será la tierra? No vendas,
hagamos un esfuerzo más y plantemos habichuelas en ese trozo, que ese será
nuestro alimento el día de mañana."
En una situación tan
apremiante y desesperada, cada atardecer a la vuelta de la huerta o del mercado
de Rodas, Yannis para su camioneta y nos deja en la puerta de casa un regalo:
los primeros higos de la temporada, una sandía, un par de kilos de tomates,
unas flores de calabacín (que Albertina
rellena de queso, reboza en harina y fríe en la sartén; son exquisitas). Yannis
y Paraskeví soñaban con ponerse aire acondicionado en el salón para poder ver
la tele al fresco, pero debido a la escasez de cash-flow han renunciado al
invento y mantienen la tele apagada porque en el salón se asan. Prefieren
recogerse en un rinconcito a la sombra de su terraza y dar unos sorbos a una
agüita fresca en la que han exprimido unas gotas de limón. El (podrido)
sociólogo que hay en mi interior ha bautizado esa actitud como "neorrobinsonismo desestructurante".
Esa es una parte de
la realidad observable en la isla de Rodas. La otra salta a la vista cuando uno
pasea por los tenderetes del núcleo antiguo de la capital (el que visitan las
oleadas de guiris que todos los días descienden por las escalerillas de los
cruceros). Las camisetas que más abundan son las blaugranas con los números
"8 A. Iniesta" y "10 Messi", y las rojas con el "7
David Villa". Ispanía está de moda. Llamaremos a esta tendencia "vivaespañolismo coyuntural".
¿Cómo conjugar las
dos tendencias observadas en una contundente acción sinérgica capaz de redundar
en beneficios de todo orden para la humanidad sedienta y, más allá incluso,
para el nuevo orden económico? La respuesta es el botijo.
Fabriquemos botijos, vendamos botijos, exportemos botijos. El mundo los
está esperando. "Give Peace A Chance", cantó Lennon, y yo parafraseo:
"Give Botijo A Chance."
Hay que aprovechar a
fondo la coyuntura vivaespañolista: botijos con la World Cup pintada y el Made
in Spain bien visible; botijos anunciados por Villa, por Iniesta y por el señor
Del Bosque provisto de una boina para mayor tipismo, que digan "I Love
Botijo". Botijos publicitados por Rafa Nadal junto a su silla de pista,
colgados del sillín de Contador, amarrados al alerón del Ferrari de Fernando
Alonso, y así con los demás ases. Mi tita Paraskeví y su marido Yannis
necesitan un botijo para sus atardeceres recoletos, y no saben que tal prodigio
existe: hay que mostrárselo. Y eso está pasando aquí, en Rodas, en la
microeconomía como quien dice. Piensa en China: existe un mercado potencial de
unos 800 a 1000 millones de botijos, más otros 100 millones, calculando por lo
bajo, destinados a reponer el porcentaje de estrellados o descantillados en un
plazo medio de tres años.
El impacto del botijo
ayudará a empresas afines, como las alcoholeras. El sabor del agua del botijo
no es el fetén si no se echa un chorrito de anisado para eliminar el regusto de
barro en un botijo nuevo. Imagínate la expansión potencial del anís Machaquito,
aunque la planta que instalen en China deba cambiar el nombre del logo por el
de Mao Chakitung, por ejemplo.
Y eso sin contar los
beneficios del reciclaje, y los puestos de trabajo que crearía. El ladrillo
está en crisis, pero el ladrillo se puede reconvertir en botijo con la ayuda de
una tecnología sencilla. El ladrillo acumulado en las urbanizaciones de Seseña
bastaría para cubrir la demanda potencial de una ciudad como Hanchow en un
plazo de diez años. ¿Vamos a esperar que alguien robe la idea y un buen día el
mercado se nos inunde de pronto de botijos made in Taiwan? Yo digo no, procedamos
en consecuencia, actuemos a la ofensiva.
Queda un punto
delicado por resolver, y es la adecuación de la legislación española al caso
del càntir catalán, que acaba de ser
declarado inconstitucional por sentencia del altísimo tribunal. El problema es
peliagudo; pero convendría sondear la viabilidad y aprontar los apoyos
parlamentarios decisivos para aprobar una Ley Orgánica del indisoluble
Estado-nación que extienda al càntir los
beneficios, exenciones fiscales y ayudas financieras suplementarias previstas
para el botijo. Cosas más difíciles se han hecho.
También es verdad que
cosas más fáciles se han dejado de hacer.