Horas antes de
disfrutar de su momento de gloria en las primarias del PP, la “ex vice”
Santamaría había delineado con precisión las líneas maestras de la oposición
que llevará a cabo su partido con la intención de contrarrestar la exigua
mayoría del socialista Pedro Sánchez en el parlamento: “No va a haber
suficiente paracetamol en las farmacias”, aseguró, coma más coma menos, “para
los dolores de cabeza que le vamos a dar.”
Valiente novedad.
El gobierno de Mariano Rajoy se dedicó a lo largo de su segunda metamorfosis
(cuando decayó su inicial mayoría absoluta) a vetar las iniciativas
legislativas de la oposición, a enviar al Constitucional aquello que no podía
vetar, y a encenagar la escena política en proporción al cieno que los
tribunales de justicia iban vertiendo con regularidad cronométrica sobre los
artilugios organizados desde el interior del partido para medrar sin tasa
(nunca mejor dicho) a costa del erario.
Santamaría se
limitó a anunciar la continuidad de la misma política desde un ángulo diferente
del hemiciclo. La “renovación” y el “saneamiento” anunciados son solo
topográficos; ya no se va a actuar desde la bancada/barricada del gobierno,
sino desde la de la oposición destructiva, pero el concepto va a seguir siendo el mismo. Para ese viaje no hacían falta
alforjas, y casi que tampoco primarias. Lo mismo da Casado más Cospedal, que
Santamaría. Las siete diferencias entre ambos equipos solo conseguirán
descubrirlas los hábiles solucionadores de acertijos de edición dominical de la
prensa.
Hace pocos días leí
de pasada en la prensa digital los titulares de una entrevista a un fulano cuya
gracia no recuerdo: afirmaba el tal, que quien no entiende de política es mejor
que no vote. No entré en el texto; quien dice semejante lechugada no merece ser
leído. Precisamente el vicio moderno más impresentable de la política es su
acaparamiento por parte de quienes “sí” entienden de política.
Los politiqueros.
Los que promueven el uso masivo de paracetamol para todos y a todas horas.
Política es, desde
su etimología misma, lo que se refiere a la “polis”, al común de los ciudadanos
y no a una clase o casta particular de ellos. El término procede de la Grecia
antigua. Entonces, quien se abstenía de participar en las cosas comunes, de
elegir a sus representantes y de votar las cuestiones que se proponían a la
consideración del pueblo llano, era calificado de “idiota”. “Idiota” no era
entonces un insulto, sino la certificación de una conducta anómala o ajena; y “política”
se refería a las cosas de comer, las de todos los días, y en modo alguno a un
conocimiento abstruso reservado únicamente a los iniciados. Todo era entonces
más sencillo.
No puede afirmarse
que funcionara mejor, el sistema acabó por enfrentar entre ellas a las
distintas ciudades griegas y someter el conjunto del territorio a la máquina militar de las falanges
macedónicas primero y de las legiones romanas más tarde. Pero esos son detalles accesorios.
La política libremente elegida puede ser buena o mala, favorable o perjudicial
en el largo plazo. Todo ello no invalida el principio fundamental de que la
política es nuestra, y no de los que saben; que incluye y precisa de la
participación de todos en función de los propios ideales y preferencias; que ampara el derecho inalienable a equivocarse mil veces y rectificar otras tantas; y que quien
renuncia a participar en ella, es idiota.
Por mucho que su
renuncia a los quebraderos de cabeza de la política le suponga un ahorro
importante en paracetamol.