«¿Eurocomunismo
soberanista?», titula Francesc-Marc Álvaro en lavanguardia un mejunje (1) sorprendente
por el atrevimiento con el que teoriza a partir de una ignorancia confesa de lo
que está hablando (eso del eurocomunismo, aclara, ocurrió cuando él era muy pequeño).
Y sin embargo, su “relato” resulta entretenido.
He aquí el núcleo
de la cuestión, en las palabras mismas del articulista: « ¿Es
posible una –digamos– vía eurocomunista del soberanismo catalán? Hay que entender
aquí la palabra eurocomunista no en sentido ideológico sino como sinónimo de
pragmatismo, gradualismo y rechazo de planteamientos unilaterales y
rupturistas. »
Él mismo da cinco
razones que argumentan lo complicada que sería la operación. Hay más, pero una
sobre todo que basta para desmontar los palos del sombrajo: y es que con
pragmatismo, gradualismo y rechazo de la unilateralidad y el rupturismo, ya no
habría soberanismo catalán, sino otra cosa distinta.
No es difícil de
entender. La estrategia diseñada por Enrico Berlinguer apuntaba a explorar vías
de largo recorrido en las que era posible una acumulación progresiva de fuerzas
democráticas para alcanzar transformaciones profundas en las condiciones
materiales de las personas, en los mecanismos de poder, en las relaciones
sociales desiguales y dependientes. El final del proceso no estaba previsto, y no
respondía a ninguna formulación jurídica de orden constitucional.
La situación del
soberanismo es absolutamente distinta porque parte del deseo de arrancar de las
instancias estatales (superestructura) la concesión graciosa de un referéndum
decisorio capaz de transformar la condición jurídica internacional de Cataluña
sin afectar, en principio, a ninguna de las condiciones materiales y de la vida
social de las personas.
En el llamado
eurocomunismo, al tender la estrategia a la remoción de estructuras opresivas,
en el final teórico del trayecto estas se habrían removido en su totalidad, y
la vida florecería con una pujanza nueva. En el caso del soberanismo catalán,
al final de toda la estrategia gradualista y de toda la pedagogía, tendríamos
un Estado “propio” (propio ¿de quién?) pero seguiríamos en el principio mismo de
todo el proceso: las mismas relaciones sociales y materiales de producción, la
misma jerarquización social, la misma distribución desigual de la riqueza.
Es inverosímil una
acumulación mayor de fuerzas dirigida a añadir gradualmente consenso a la idea
de la independencia, si no se trabaja en otra dirección. Por eso el soberanismo
quiere la independencia ahora, incluso de forma unilateral, y deja para luego
la discusión de todo lo demás.
Invertir los
términos, cosa a la que muchos/as catalanes/as estaríamos dispuestos/as,
significaría ocuparse primero de las cosas de comer (no solo cómo repartirlas;
también cómo producirlas de una forma más racional, democrática y sostenible), y dejar para lo último el fatigoso
tema de las banderas. La independencia tardaría en llegar, o no llegaría nunca,
quién sabe, pero en Cataluña se respiraría literalmente otro aire, y nos
habríamos librado, no ya de la "España opresora", pero sí de los “estaquirots” cuya
presencia infaltable al frente del cotarro nos garantiza que, mientras sigan
ahí brujuleando los presupuestos de todos, no hay ninguna esperanza consistente de
cambio.