En el diagnóstico
de Antón Costas (1), una de las voces templadas que mejor suenan frente al órgano
de gatos desacompasado en el que ha degenerado la discusión política catalana,
la ira llevó a la impaciencia, y la impaciencia al nihilismo. Costas da la
siguiente hermosa definición del nihilismo político: «esa conducta que en
ocasiones infecta a las sociedades y las lleva a querer acabar con lo
existente, aun a sabiendas de que la alternativa es peor o no existe.»
Hay un ejemplo bíblico que expresa bien la situación.
Sansón, figura destacada del pueblo elegido por Yaveh, ha sido hecho preso por
los malvados filisteos. Estos se reúnen en un gran convite de celebración, y
exhiben en público al prisionero atado con robustas cadenas a una columna
basilar del templo donde tiene lugar la ceremonia. El forzudo no puede soportar
la humillación, empuja la columna hasta desplazarla y, mientras el techo cae
sobre los reunidos, grita: “¡Muera Sansón con todos los filisteos!”
Dejemos de lado la sospecha vehemente de que había un serio defecto de construcción en el templo en cuestión, para poder ser derribado con tanta facilidad. Las modernas construcciones constitucionales de los Estados de derecho no son ni mucho menos tan frágiles ni están tan expuestas a exabruptos hercúleos. Vamos a lo que importa. El redactor de este pasaje del Antiguo Testamento, que se
supone de inspiración divina, alaba la inmolación de Sansón y la considera “heroica”.
Para la mentalidad laica y democrática de las generaciones actuales, sin
embargo, el perfil del “héroe” viene a ser, centímetro más o menos, el de un
yihadista radical. Sucumbir haciendo de paso el mayor daño posible al enemigo
odioso, ¿dónde está la gracia? Había cientos, miles, de soluciones preferibles.
A favor de la autoinmolación está solo esa manía particular de los "pueblos
elegidos" de todas las latitudes, que aborrecen a quienes no piensan como ellos,
no rezan como ellos, no celebran sus banquetes con las viandas apropiadamente
purificadas como ellos, etc., hasta el punto de preferir desaparecer todos
juntos en una misma catástrofe antes que vivir en relativa paz, cuidando cada
cual de sus cosas y extremando las cautelas para no pisar inadvertidamente algún
parterre del jardín ajeno.