Ayer de anochecida Carmen
y yo volvimos de Atenas a Barcelona, acompañados por nuestra hija y nuestros dos
nietos.
El viaje en
expectativa, en “futuro imperfecto”, es un momento delicado siempre. En los
espacios de espera de los aeropuertos se acumulan, durante largos tiempos
muertos, millones de ilusiones y de temores, de historias inacabadas, de
futuros pendientes de verse completos y sistematizados. Todo queda suspendido
por unas horas, colgado del hilo de una “fuerza mayor” provisional que aplaza
las respuestas que esperamos como consustanciales a nuestros proyectos, a
nuestra vida. Cada cual visualiza durante ese no-tiempo el destino previsto,
las circunstancias anejas, las estrategias ideadas para sacar el máximo provecho
de la iniciativa emprendida. Uno/una se sienta rodeado de maletas pequeñas, bolsas,
carteras y mochilas, pendiente de la llamada exterior que marcará el final de
la espera y el reinicio de la acción interrumpida. (Ya no se anuncia el
embarque por los altavoces, sino en la magia telúrica de unas pizarras
luminosas en las que se acumulan y se categorizan todos los viajes de todas las
compañías, a todas las horas y hacia todos los destinos posibles.)
Mi nieto Mihail es
un viajero cauteloso y reflexivo. Tiene visualizado ya su verano en Poldemarx.
La playa está bien pero echará de menos a sus amigos de Egaleo. Cree que por
las tardes se va a aburrir. No está seguro de querer venir, habría preferido quizá
(solo quizá, tampoco eso lo sabe de cierto) que nos quedáramos todos en Grecia,
para ir juntos en barco a una isla bonita. Con papá.
Mihail comparte la
convicción de mi yerno Nikos de que el avión es un invento diabólico. Un
armatoste más pesado que el aire solo puede mantenerse en el aire en abierto desafío
a las leyes naturales. Las leyes naturales, en consecuencia, se vengarán
siempre que se les dé una posibilidad de hacerlo.
Es lo que dice
Mihail de pronto, mientras seguimos, sentados y desmadejados, a la espera de la
señal luminosa del embarque:
─Los aviones se
caen a veces.
─El nuestro, no ─le
contesta su madre.
─Hay muchos muertos
en accidentes de avión ─insiste Mihail.
─Sí, y muchos
coches que se estrellan, y muchos barcos que naufragan ─le explica Carmen─.
Pero a los que son buenos de verdad, nunca les pasa nada. Ningún avión de
Aegean se cae. Otros sí, pero los de Aegean, no. No se han caído nunca, nunca se
van a caer.
─Pero volaremos de
noche, y podemos perdernos ─dice aún Mihail, atenazado por la angustia de la
espera.
Le explicamos que
hay radares, emisoras de radio, gepeeses, toda clase de instrumentos técnicos
para seguir el rumbo. Un avión no se puede perder, ni siquiera de noche, ni siquiera
si el piloto tiene los ojos cerrados.
Todo eso Mihail ya
lo sabe, sin embargo. No es más que un prolegómeno a lo único que de verdad le
interesa, la cuestión moral, la actitud correcta que se espera de él. Lo que quiere
es que le digamos lo que debe sentir, de forma muy clara, negro sobre blanco.
Pregunta:
─Entonces, ¿debo
preocuparme, o no?