jueves, 19 de julio de 2018

LA NECESIDAD DE PREOCUPARNOS


Ayer de anochecida Carmen y yo volvimos de Atenas a Barcelona, acompañados por nuestra hija y nuestros dos nietos.
El viaje en expectativa, en “futuro imperfecto”, es un momento delicado siempre. En los espacios de espera de los aeropuertos se acumulan, durante largos tiempos muertos, millones de ilusiones y de temores, de historias inacabadas, de futuros pendientes de verse completos y sistematizados. Todo queda suspendido por unas horas, colgado del hilo de una “fuerza mayor” provisional que aplaza las respuestas que esperamos como consustanciales a nuestros proyectos, a nuestra vida. Cada cual visualiza durante ese no-tiempo el destino previsto, las circunstancias anejas, las estrategias ideadas para sacar el máximo provecho de la iniciativa emprendida. Uno/una se sienta rodeado de maletas pequeñas, bolsas, carteras y mochilas, pendiente de la llamada exterior que marcará el final de la espera y el reinicio de la acción interrumpida. (Ya no se anuncia el embarque por los altavoces, sino en la magia telúrica de unas pizarras luminosas en las que se acumulan y se categorizan todos los viajes de todas las compañías, a todas las horas y hacia todos los destinos posibles.)
Mi nieto Mihail es un viajero cauteloso y reflexivo. Tiene visualizado ya su verano en Poldemarx. La playa está bien pero echará de menos a sus amigos de Egaleo. Cree que por las tardes se va a aburrir. No está seguro de querer venir, habría preferido quizá (solo quizá, tampoco eso lo sabe de cierto) que nos quedáramos todos en Grecia, para ir juntos en barco a una isla bonita. Con papá.
Mihail comparte la convicción de mi yerno Nikos de que el avión es un invento diabólico. Un armatoste más pesado que el aire solo puede mantenerse en el aire en abierto desafío a las leyes naturales. Las leyes naturales, en consecuencia, se vengarán siempre que se les dé una posibilidad de hacerlo.
Es lo que dice Mihail de pronto, mientras seguimos, sentados y desmadejados, a la espera de la señal luminosa del embarque:
─Los aviones se caen a veces.
─El nuestro, no ─le contesta su madre.
─Hay muchos muertos en accidentes de avión ─insiste Mihail.
─Sí, y muchos coches que se estrellan, y muchos barcos que naufragan ─le explica Carmen─. Pero a los que son buenos de verdad, nunca les pasa nada. Ningún avión de Aegean se cae. Otros sí, pero los de Aegean, no. No se han caído nunca, nunca se van a caer.
─Pero volaremos de noche, y podemos perdernos ─dice aún Mihail, atenazado por la angustia de la espera.
Le explicamos que hay radares, emisoras de radio, gepeeses, toda clase de instrumentos técnicos para seguir el rumbo. Un avión no se puede perder, ni siquiera de noche, ni siquiera si el piloto tiene los ojos cerrados.
Todo eso Mihail ya lo sabe, sin embargo. No es más que un prolegómeno a lo único que de verdad le interesa, la cuestión moral, la actitud correcta que se espera de él. Lo que quiere es que le digamos lo que debe sentir, de forma muy clara, negro sobre blanco. Pregunta:
─Entonces, ¿debo preocuparme, o no?