Tuvimos la noche
pasada el privilegio, el grandísimo lujo, de ver desde la terraza de Sant Pol,
frente al mar en silencio y durante más de una hora, el espectáculo inédito y enteramente
gratuito de la Luna despojada de su vestido de lentejuelas, mostrando sin pudor
sus carnes morenas. Fue literalmente una “tintarella di luna”, un bronceado de
luna como el que cantó inolvidablemente Mina desde uno de aquellos vinilos
pequeños y de agujero central grande que funcionaban a cuarenta y cinco
revoluciones a caballo de los últimos años cincuenta y los primeros sesenta del
siglo pasado, cuando los muy jóvenes recurríamos a la Luna para soñar; años antes
de que aquel brutote americano de pelo cortado a cepillo dejara en la
superficie limpia del satélite la huella sucia de su bota.
¿Luna de sangre? Ca,
hombre, esa sangre nunca llegará al río; al río, por cierto, donde el torito se
enamora diariamente de su reflejo y embiste desolado cuando la ilustre señora
concluye su baño y se vuelve al cielo ataviada con el polisón de nardos con el que había bajado a la fragua.
Tuvimos la noche
pasada, en la terraza, el grandísimo privilegio de regresar a los territorios
del mito y del ensueño, sin la necesidad agobiante de pasar antes por taquilla.
Fuimos testigos del largo striptease de la diosa Diana sin aditamentos
eróticos, con sencillez, sin aparato, sin músicas subliminales y sin ser
perseguidos después, como el cazador Acteón, por la jauría desatada.
Tintarella di Luna. Casi sesenta años después de que la cantara Mina,
por fin la hemos visto.