El abad benedictino
de Cuelgamuros ha negado al gobierno de España el acceso a la tumba de
Francisco Franco, cuyos restos se pretendía exhumar para colocarlos en un lugar
más idóneo por menos visible.
No se trata de un
ataque a la religión, ni a las prerrogativas de la iglesia. Se trata de que un
templo (lo mismo ocurriría con la catedral de la Almudena), consagrado en
principio al culto y a la relación espiritual de los humanos con la divinidad,
no quede marcado permanentemente por la impronta dejada en la Historia por una
dictadura terrenal de la que afortunadamente nos liberamos hace ya bastantes
años.
Pues no. El
gobierno ha acudido con la misma pretensión a la diplomacia vaticana, y la diplomacia
vaticana ha desatendido la petición y no tiene intención de mediar (ellos dicen
“de inmiscuirse”) entre el abad y el consejo de ministros.
La jerarquía
eclesiástica, en consecuencia, está firme en la posición de bloquear cualquier
iniciativa en relación con este asunto. Una cosa es desahuciar a pobretones que
no pagan el alquiler, actividad para la que concede un día sí y otro también su
bendición apostólica ─con mayor razón por el hecho de que la propia iglesia
católica es la primera propietaria inmobiliaria del país, y los intereses
materiales pasan por delante de cualquier otra consideración─, y otra cosa muy
distinta es desahuciar los restos del dictador, dando al césar de hoy lo que es
del césar, según doctrina enunciada hace veinte siglos por Jesucristo,
seguramente en ese cuarto de hora tonto que a todos nos afecta porque nadie es
perfecto.
No quiero hacer
demagogia con este asunto, aclaro. Sé muy bien que la Iglesia cumple con escrúpulo
ese precepto evangélico concreto en muchas ocasiones. Ha dado al césar lo que
era del césar, y mucho más, incluso; siempre, por supuesto, que el césar de
turno era de su gusto. (1)
La moraleja del
asunto nos viene en derechura de la Vega del Genil. “¡Menos mal que tenemos a
la iglesia que nos protege de la religión!”, es lo que dicen las beatas de
Santa Fe, según nos ha relatado con minucia el verídico cronista de tales
eventos, José Luis López Bulla.
El cual nos
recuerda a todos (2) que sigue en vigor en España un concordato con la Santa
Sede, rareza y pingajo jurídico perpetrado bajo un régimen no democrático y que
no tiene ningún sentido fuera de las circunstancias ─aciagas─ en las que fue
concebido.
Hace más de
cuarenta años que debió derogarse ese instrumento de privilegios que
beneficiaron a ambas partes en un contexto totalitario y confesional. No es
ninguna barbaridad que el Estado laico y aconfesional se desligue de él ahora,
de forma unilateral.
No como represalia
por todo lo anteriormente dicho. Más sencillamente, porque en España existe una
democracia en la que se respeta lo que deciden las mayorías; y en el Vaticano,
no.
(1) Me permito una
cita de Éric Vuillard, El orden del día (Tusquets
2018, trad. de Javier Albiñana). Se refiere al Anschluss, la anexión de Austria por la Alemania nazi: «Con el fin de consagrar la anexión de
Austria, se convocó un referéndum. Se detuvo a los opositores que quedaban. Los
sacerdotes instaron desde el púlpito a votar a favor de los nazis y las
iglesias se ornaron con banderas con cruces gamadas.» (p. 127)