Los datos del
Barómetro de hábitos de lectura y compra de libros para 2018 constatan la
existencia de un 32,8% de personas en España que no leen nunca. Las dos causas
más frecuentes que alegan para tal anomalía son: que no tienen tiempo, y que no
les gusta leer.
Luego hay un 12,5%
de lectores ocasionales o poco consolidados, y una masa del 49,3% de lectores
habituales.
Las cifras son algo
escasas si se quiere, pero han mejorado desde el Barómetro anterior. Entonces
quienes no leían nunca eran el 40,1%. El descenso es significativo.
Hay más mujeres
lectoras habituales “en tiempo libre”, que hombres: 67,2 por 56,2 por ciento.
No se atiende en las cifras de la encuesta al soporte ni a la calidad de lo
leído, de modo que lo mismo dan a efectos de porcentaje los Pensamientos de
Marco Aurelio anotados, como la sección de Contactos en los anuncios por
palabras.
Y qué. Cada cual es
responsable de sus lecturas, y a la inversa puede sostenerse que las lecturas
son responsables de la persona lectora. Somos aquello que leemos, de la misma o
parecida forma que somos aquello que comemos. La personalidad sería una tabula rasa, como sostenían los
antiguos, a la que no hay más remedio que alimentar con distintos inputs para
que resulte una organización sostenible a largo plazo. El “yo” no es del todo
yo sin sus circunstancias, según se deduce de lo que dejó escrito don José Ortega
y Gasset.
El alimento cultural
de ese 32,8% que no lee les llega por otras vías: vía oral, o vía pantalla
amiga, por lo general. Esas personas no están absolutamente desprovistas de
alimento cultural, pero la diferencia entre ambas situaciones tiene su importancia.
Leer implica actividad y concentración; ver o escuchar se configura, en principio, como una
recepción pasiva. Quien lee elige (bien o mal, esa es otra cuestión); quien ve
televisión, cae sobre lo que le ofrecen.
Sí que se puede
zapear de un canal a otro, pero en el mejor de los casos la oferta al alcance
no es comparable con el universo de estímulos intelectuales potenciales que
provoca un hormigueo característico de nuestras neuronas cuando cruzamos el
umbral de una librería.
Las librerías, por
cierto, cotizan a la baja frente a la expansión irresistible del monopolio
digital de Amazon. Algunas muy renombradas y longevas han cerrado sus puertas
en estos días. El concepto de la lectura, el soporte de la misma y las formas
de adquirir libros han cambiado en la sociedad en la que vivimos. Antes la
lectura dejaba impresa una huella mucho más profunda y apasionada en la personalidad
del lector, y ahora nos resulta imposible recordar la frase que nos llamó la
atención en una lectura del sábado pasado, o bien si la cita memorable que nos
disponemos a emplear se debe a Winston Churchill o a Paulo Coelho.
Son pequeños
inconvenientes sin importancia del hábito benéfico de la lectura.