sábado, 19 de enero de 2019

RETORNO A CALABUCH



Valentina Cortese, la maestra, y Edmund Gwenn, el sabio, en una escena de 'Calabuch'.

Pedro Acedo, del PP, presentaba en un discurso a la candidata de su formación a la alcaldía de Mérida. La disposición eficaz de la candidata, dijo, había quedado demostrada por su gestión como subdelegada del gobierno en Extremadura. Una gestión, sin embargo, insuficientemente conocida debido a un imponderable: «No es como otros que van a los bares y beben vino. Ella tenía que atender a sus hijos claro, como es lógico, lo correcto y lo que hay que hacer.»

Hay dos implicaciones interesantes en las palabras de Acedo. La primera es que el modo habitual para un dirigente emeritense de dar a conocer su gestión política es la tertulia de barra de bar, consumiendo unos vinos en la compañía de las personas adecuadas. La segunda es que claro, lo lógico, lo correcto y lo que hay que hacer cuando se es madre, es poner por delante de todo la atención a los hijos.

Sumadas y cruzadas las dos implicaciones, se diría que Pilar Nogales no es una buena candidata a alcaldesa de Mérida según los valores inmarcesibles de nuestras derechas. No tendrá demasiado tiempo en un cargo de tanta responsabilidad, ni para bajar al bar a tomar unos vinos con quien conviene, ni para atender debidamente a sus hijos, ni con mayor razón para ambas cosas al mismo tiempo.

La sombra del campanario es alargada en la España de hoy. Cultivar el pequeño huerto de nuestra peculiar idiosincrasia es una tentación recurrente  cuando la alternativa es zambullirse en las aguas procelosas de la posmodernidad posfinanciera. Hay un discurso repetido desde las derechas tendente a seducir a un electorado envejecido de extracción rural o semirrural, distinto en todo caso del proletariado postindustrial y de los jóvenes implicados en las dinámicas urbanas. Ese vídeo promocional de Vox con el galope de los terratenientes de siempre por sus anchos dominios reproduce los parámetros de una sociedad antigua ─feudal, para decirlo con más precisión─ fuertemente jerarquizada y controlada con mano férrea por el cacique y sus muñidores.

Esa nostalgia del pasado parece atraer especialmente a quienes se sienten perdidos en el laberinto de una sociedad actual fragmentada y corroída por toda clase de desigualdades. Es el retorno al mito de Calabuch, aquel pueblecito en el que la autoridad la ejercía una peña compuesta por el alcalde, el párroco y el sargento de la guardia civil, más el patrón del bar y el farero; y donde los contrabandistas actuaban las noches en que el único cine programaba una película de Juanita Reina, porque sabían que todas las fuerzas vivas estarían concentradas allí. En semejante paraíso terrenal, el físico nuclear fugitivo de la estrategia de la deterrence era tan solo un excéntrico inofensivo con buena cabeza para el juego del ajedrez.

Lo que Berlanga concibió como una sátira, fue fagocitado y asimilado por la España franquista como el retrato idílico de una “Spain is different”. Ahora retorna con fuerza la nostalgia de aquella vida diferente y desconflictivizada, de aquel tratar los pequeños problemas (los únicos, no se concibe que haya otros) en una charla de bar, delante de unos vinos y unas tapas de jamón de mono.

Vinos de la tierra, eso sí, que no los hay mejores.

Dice el filósofo José Antonio Marina, en una entrevista que aparece en elpais: «Si España pierde el tren del aprendizaje, nos convertimos en el bar de copas de Europa.»

Al parecer de eso se trata, últimamente. El bar de copas para el ocio idílico de los europeos, que encontrarán aquí el mítico Calabuch esperándoles.

Con dos matices importantes. Uno, que las esposas de los europeos cultos que nos visiten no asistan a la tertulia y se dediquen “claro, como es lógico”, a atender a los hijos, en lugar de andar metidas en fregados feministas. Dos, que el vino que se sirva a los caballeros europeos sea de la tierra, que no los hay mejores.