Valentina Cortese, la maestra, y Edmund Gwenn, el sabio, en una escena de 'Calabuch'.
Pedro Acedo, del
PP, presentaba en un discurso a la candidata de su formación a la alcaldía de
Mérida. La disposición eficaz de la candidata, dijo, había quedado demostrada
por su gestión como subdelegada del gobierno en Extremadura. Una gestión, sin embargo,
insuficientemente conocida debido a un imponderable: «No es como otros que van a los bares y beben vino.
Ella tenía que atender a sus hijos claro, como es lógico, lo correcto y lo que
hay que hacer.»
Hay dos implicaciones interesantes en las palabras de
Acedo. La primera es que el modo habitual para un dirigente emeritense de dar a
conocer su gestión política es la tertulia de barra de bar, consumiendo unos
vinos en la compañía de las personas adecuadas. La segunda es que claro, lo
lógico, lo correcto y lo que hay que hacer cuando se es madre, es poner por delante
de todo la atención a los hijos.
Sumadas y cruzadas las dos implicaciones, se diría que
Pilar Nogales no es una buena candidata a alcaldesa de Mérida según los valores
inmarcesibles de nuestras derechas. No tendrá demasiado tiempo en un cargo de
tanta responsabilidad, ni para bajar al bar a tomar unos vinos con quien
conviene, ni para atender debidamente a sus hijos, ni con mayor razón para
ambas cosas al mismo tiempo.
La sombra del
campanario es alargada en la España de hoy. Cultivar el pequeño huerto de
nuestra peculiar idiosincrasia es una tentación recurrente cuando la alternativa es zambullirse en las
aguas procelosas de la posmodernidad posfinanciera. Hay un discurso repetido
desde las derechas tendente a seducir a un electorado envejecido de extracción
rural o semirrural, distinto en todo caso del proletariado postindustrial y de los
jóvenes implicados en las dinámicas urbanas. Ese vídeo promocional de Vox con
el galope de los terratenientes de siempre por sus anchos dominios reproduce
los parámetros de una sociedad antigua ─feudal, para decirlo con más precisión─
fuertemente jerarquizada y controlada con mano férrea por el cacique y sus
muñidores.
Esa nostalgia del
pasado parece atraer especialmente a quienes se sienten perdidos en el
laberinto de una sociedad actual fragmentada y corroída por toda clase de
desigualdades. Es el retorno al mito de Calabuch, aquel pueblecito en el que la
autoridad la ejercía una peña compuesta por el alcalde, el párroco y el
sargento de la guardia civil, más el patrón del bar y el farero; y donde los
contrabandistas actuaban las noches en que el único cine programaba una
película de Juanita Reina, porque sabían que todas las fuerzas vivas estarían
concentradas allí. En semejante paraíso terrenal, el físico nuclear fugitivo de
la estrategia de la deterrence era
tan solo un excéntrico inofensivo con buena cabeza para el juego del ajedrez.
Lo que Berlanga
concibió como una sátira, fue fagocitado y asimilado por la España franquista
como el retrato idílico de una “Spain is different”. Ahora retorna con fuerza
la nostalgia de aquella vida diferente y desconflictivizada, de aquel tratar
los pequeños problemas (los únicos, no se concibe que haya otros) en una charla
de bar, delante de unos vinos y unas tapas de jamón de mono.
Vinos de la tierra,
eso sí, que no los hay mejores.
Dice el filósofo
José Antonio Marina, en una entrevista que aparece en elpais: «Si España pierde
el tren del aprendizaje, nos convertimos en el bar de copas de Europa.»
Al parecer de eso
se trata, últimamente. El bar de copas para el ocio idílico de los europeos,
que encontrarán aquí el mítico Calabuch esperándoles.
Con dos matices
importantes. Uno, que las esposas de los europeos cultos que nos visiten no
asistan a la tertulia y se dediquen “claro, como es lógico”, a atender a los
hijos, en lugar de andar metidas en fregados feministas. Dos, que el vino que
se sirva a los caballeros europeos sea de la tierra, que no los hay mejores.