El diablo observando París. Escultura colocada en la galería superior de la catedral de Notre-Dame.
No se entiende bien
por qué una imagen del diablo haciéndose un selfie frente al acueducto de
Segovia ha de ofender los sentimientos religiosos de nadie, pero ese ha sido el
argumento de la Asociación San Miguel y San Frutos para paralizar la colocación
de una estatua del Maligno sonriente en la zona de la muralla norte de la
ciudad, muy cerca ─paradójicamente─ de donde tuvo su sede en tiempos la
Inquisición de la Fe.
Dicho de forma
cruda: va a resultar que se oponen a la colocación del personaje en ese concreto
paisaje urbano las únicas almas cándidas que creen aún en él.
La razón última de
la propuesta de colocación de la estatua municipal es una leyenda local según
la cual no fueron los romanos quienes levantaron la obra, sino el diablo en una
sola noche. Alguien podía haber protestado porque se dé pábulo a semejante
superstición, impropia de gentes cultas y dotadas de discernimiento. No tal.
Son quienes creen en la capacidad de Satanás para tales empresas los que se
molestan porque se mencione su nombre.
No es que el diablo
haya sido puesto entre paréntesis desde tiempo inmemorial en la iconografía
religiosa, con ánimo de que no ofenda a los/las fieles timoratos/as. Al revés, su
imagen sobreabunda. Dante describió el infierno poblado de demonios, y Gustavo
Doré lo ilustró con primor. Los viejos códices miniados por el monje Beato en el
monasterio altomedieval de la Liébana contenían una ración más que abundante de
lo mismo. Luca Signorelli, siguiendo una larga tradición anterior, pintó en una
capilla de la catedral de Orvieto a los diablos cargando con los condenados en
el juicio final y llevándolos al suplicio. Miguel Ángel hizo lo mismo en la
capilla del papa Sixto, en el mismísimo Vaticano. Goethe puso en escena a
Mefistófeles in fraganti, en el acto de tentar al doctor Fausto. El Diablo
Cojuelo forma parte inescindible del Siglo de Oro de nuestras letras. En el
Retiro madrileño hay una estatua al Ángel Caído que no ha suscitado hasta
ahora, que se sepa, críticas a Manuela Carmena, entre otras cosas porque el
diablo está allí desde mucho antes que la alcaldesa que lo representa tan digna
y propiamente según la derechona.
Entonces, me
pregunto a qué vienen los remilgos de Marta Jerez y Esther Lázaro, las
promotoras de la antedicha Asociación S.M. y S.F. Quizá deberían repasarse los
Evangelios, en particular ese episodio en el que Jesús es tentado por tres
veces en el desierto. ¿O es que proponen doña Marta y doña Esther suprimir la
difusión del Nuevo Testamento, amparándose en que ofende los sentimientos
religiosos del beaterio militante?