«La escritura es un acto solitario que alguien
emprende frente a una página en blanco y que otro asume frente a una página
escrita. Son dos soledades que a veces se complementan. Todo lo demás es futuro
imperfecto.»
M. Vázquez Montalbán, “A modo de epílogo
para escritores jóvenes que empiezan a dejar de serlo”, en La literatura en la construcción de la ciudad democrática, Crítica,
Barcelona 1998, pág. 186.
No me parece para
rasgarse las vestiduras el hecho de que la masa de lectores infantiles antes
del umbral de los 15 años (70,4% según la estadística de hábitos de lectura publicada
por el Gremio de Libreros), retroceda a partir de esa edad hasta el 44,7%. El
móvil sustituye al libro, en una edad característica de afirmación de la
personalidad. Como herramienta de exploración del mundo y de interactuación con
el exterior, el móvil supera con mucho al libro. La lectura es, como señala
Manolo en la cita que encabeza estas líneas, un acto solitario, en tanto que
las redes sociales lo son todo menos solitarias.
El dato preocupa al
Gremio de Libreros, pero más que nada por el hecho de que supone una pérdida de
clientela potencial. De cashflow, para
expresarlo con crudeza.
Las cifras de
lectores, al parecer, se recuperan a partir de los 25 años. Son datos
cuantitativos, en todo caso; es decir, tienen poco que ver con las virtudes
formativas de la lectura, las cuales van más referidas al contenido de lo que
se lee que al acto de leer en sí.
Yo leía mucho a los
quince años, pero entonces no existían aún los móviles. Mi padre, en uno de los
errores característicos de una época en que la educación era dirigista y
rigurosa, me compró un ejemplar de David
Copperfield, de Charles Dickens, pero no me dejó leerlo hasta que hubiera
completado los deberes escolares que nos habían programado para el verano en el
colegio. Para mayor refinamiento, colocó el libro en un estante alto, muy visible a un lado
de la mesa donde se suponía que yo debía pasar dos eternas horas de la mañana
trabajando.
Todo salió al
revés. Me interesó enormemente el trabajo de ciencias, que consistía en buscar
en enciclopedias datos sobre distintos animales, desde hormigas hasta osos
polares. En cambio la lectura de Dickens, hecha a contrapelo en las ultimísimas
fechas del verano, cuando el verdadero incentivo eran los paseos en bicicleta y
las últimas aventuras con los amigos a los que no había de ver en el invierno,
me aburrió soberanamente. No he podido superar aquel aburrimiento: David
Copperfield es un título marcado para mí, nunca lo he releído.
En un post reciente
(1) he querido conectar la lectura (los contenidos de la lectura, no el mero
hecho de “consumir” lectura en beneficio de las finanzas de los Gremios de Editores
y de Libreros) con la existencia en sociedad. La frase de Manolo en el
encabezamiento lo expresa bien: la lectura como retroalimentación para la vida,
la escritura como terapia personal, en algunos casos excelsos parcialmente transferible
y compartible por pocos o muchos lectores, la cantidad no importa tanto.
Y el resto, futuro
imperfecto.