Alguna razón de
peso llevó a José de Ribera, avecindado por entonces en Nápoles, a retratar al
modelo que tienen arriba como inicio de una serie mitad alegórica mitad
satírica de “filósofos harapientos”. Pudo tratarse de un vecino napolitano, o de
un proveedor de la casa, o de un tipo chistoso al que vio pasar un día por su
calle. He visto el lienzo en la exposición de Caixaforum sobre Velázquez y su
tiempo, que conmemora los 200 años del Prado. Alguna cosa no me encajó en el
título: “Demócrito”.
Se trata de una
atribución reciente. Se le ocurrió a alguien por la razón de que Demócrito fue
conocido como “el filósofo que ríe” (Heráclito era, por el contrario, “el que
llora”; a la gente de la cultura le encantan estas tipologías).
Antes, el personaje
del retrato se titulaba “Arquímedes”, por la razón de que tiene un compás en la
mano. Antes aún, “Filósofo del compás”, que es, convendremos todos en ello, un
título más genérico y menos comprometido.
La actitud del
modelo es, en cualquier caso, inolvidable. Se está riendo de sí mismo, del
compás que sostiene en la mano derecha, del rimero de papeles que sujeta con la
izquierda. Simula hacer alguna medición. Pretende poner cara de entendido para
contentar al amigo que le ha pedido posar para él; pero se le escapa la risa
por las comisuras.
Diego Velázquez
visitó en Nápoles a Ribera en 1630, el mismo año en el que está datado el
cuadro. Era el primer viaje a Italia del sevillano, y cuando lo hizo llevaba
algunos años en la corte. Justamente el año anterior, 1629, había pintado por
encargo del rey un “Triunfo de Baco”, concebido como un retrato de grupo en el
que el dios del vino reluce literalmente en compañía de personajes renegridos
por el sol y algo ajumados. Lo tienen bajo estas líneas.
Curioso el
personaje del sombrero de ala ancha y sin barba, que aparece a la derecha de Baco. Algunos
expertos han sospechado que se trata de la misma persona que Ribera pintó como
filósofo el año siguiente. Quizás era un mulero o caballerizo al servicio de
Velázquez, y lo acompañó a Italia. Quizá su conversación entretuvo a los dos pintores, y cada uno de los
dos decidió inmortalizarlo en alegorías etéreas. Yo tendería a clasificarlo
entre los filósofos senequistas, bien plantados en el sentido común y en la
observación demorada de la realidad, que Córdoba sigue dando al mundo; no entre
los geómetras ni entre los atomistas de la vieja escuela.