Un artículo del
diario británico The Guardian (1) da
cuenta del resultado de un experimento con escáneres cerebrales realizado por
investigadores del University College de Londres. Fueron objeto de dicho
estudio 38 jóvenes radicales islámicos que viven en Cataluña y que habían sido investigados en su momento por su posible implicación en el atentado en la
Rambla barcelonesa del agosto pasado. La conclusión del mapado de su cerebro es
que el estímulo religioso tiene poco que ver con su actitud violenta; a lo que
sí reaccionan de forma aguda, es a todas las formas de exclusión social.
Resultados
similares ofrecen otros estudios efectuados con jóvenes implicados de una u
otra forma en el caldo de cultivo de atentados yihadistas ocurridos en
Estrasburgo, en Manchester y en Marruecos.
No sería la
religión, entonces, el desencadenante último de este tipo de conductas
dirigidas a matar de forma indiscriminada y eventualmente a morir en la espiral
de violencia provocada. La religión habría canalizado hacia un objetivo
metafísico un sentimiento previo de pérdida insoportable de la pertenencia, de
la socialidad, en último término de la ciudadanía. La muerte del prójimo
indiferente y el sacrificio heroico de la propia vida funcionarían en este
contexto como una reparación drástica del orden debido. El paraíso alcanzado al
final de la ordalía recompensaría a los jóvenes radicales al introducirles en
un mundo reconciliado en el que, por fin, sería posible y apreciada su
participación en la vida (eterna) de la comunidad a la que se sienten
pertenecer.
Los datos no son
definitivos, por supuesto, y esa es la razón por la cual he escrito todo el
párrafo anterior en modo condicional. Uno de los coautores de la investigación,
el doctor Nafees Hamid, señala la utilidad potencial de los resultados obtenidos
para corregir «ideas equivocadas» acerca del proceso de radicalización sufrido
por jóvenes marginados inmersos en guetos localizados en sociedades prósperas
tecnológicamente avanzadas.
No sería el islam,
entonces, según esta hipótesis, el responsable de la violencia, sino el mal funcionamiento e incluso la inutilización
completa de los “ascensores sociales” antes existentes (en particular, es mi
reflexión, el trabajo digno o decente como vía de emancipación personal y
colectiva a través de la cooperación).
La precariedad aguda, y su resultado de corrosión del carácter, acaban por provocar estallidos imprevisibles e irreparables, al estar cerradas herméticamente y sin recurso posible todas las
puertas que conducirían a una integración.