lunes, 7 de enero de 2019

LA MUERTE COMO VÍA DE RECONCILIACIÓN SOCIAL


Un artículo del diario británico The Guardian (1) da cuenta del resultado de un experimento con escáneres cerebrales realizado por investigadores del University College de Londres. Fueron objeto de dicho estudio 38 jóvenes radicales islámicos que viven en Cataluña y que habían sido investigados en su momento por su posible implicación en el atentado en la Rambla barcelonesa del agosto pasado. La conclusión del mapado de su cerebro es que el estímulo religioso tiene poco que ver con su actitud violenta; a lo que sí reaccionan de forma aguda, es a todas las formas de exclusión social.

Resultados similares ofrecen otros estudios efectuados con jóvenes implicados de una u otra forma en el caldo de cultivo de atentados yihadistas ocurridos en Estrasburgo, en Manchester y en Marruecos.

No sería la religión, entonces, el desencadenante último de este tipo de conductas dirigidas a matar de forma indiscriminada y eventualmente a morir en la espiral de violencia provocada. La religión habría canalizado hacia un objetivo metafísico un sentimiento previo de pérdida insoportable de la pertenencia, de la socialidad, en último término de la ciudadanía. La muerte del prójimo indiferente y el sacrificio heroico de la propia vida funcionarían en este contexto como una reparación drástica del orden debido. El paraíso alcanzado al final de la ordalía recompensaría a los jóvenes radicales al introducirles en un mundo reconciliado en el que, por fin, sería posible y apreciada su participación en la vida (eterna) de la comunidad a la que se sienten pertenecer.

Los datos no son definitivos, por supuesto, y esa es la razón por la cual he escrito todo el párrafo anterior en modo condicional. Uno de los coautores de la investigación, el doctor Nafees Hamid, señala la utilidad potencial de los resultados obtenidos para corregir «ideas equivocadas» acerca del proceso de radicalización sufrido por jóvenes marginados inmersos en guetos localizados en sociedades prósperas tecnológicamente avanzadas.

No sería el islam, entonces, según esta hipótesis, el responsable de la violencia, sino el mal funcionamiento e incluso la inutilización completa de los “ascensores sociales” antes existentes (en particular, es mi reflexión, el trabajo digno o decente como vía de emancipación personal y colectiva a través de la cooperación).

La precariedad aguda, y su resultado de corrosión del carácter, acaban por provocar estallidos imprevisibles e irreparables, al estar cerradas herméticamente y sin recurso posible todas las puertas que conducirían a una integración.