Richard Sennett, en una fotografía de archivo de la agencia EFE.
El título que
encabeza estas líneas reproduce el del último capítulo del libro de Richard
Sennett “La corrosión del carácter. Las
consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo”, publicado
originalmente en 1998. La versión española fue publicada por Anagrama, con traducción de Daniel
Najmías, el año 2000, y ese fue el año en el que lo leí.
Saqué el libro del
estante hace unos días en busca de una cita concreta. La encontré, y además me
apeteció releer el volumen desde el principio. La relectura de una obra
importante conlleva siempre sorpresas.
El presupuesto del
que partió Sennett ─sociólogo, psicólogo social, filósofo, casi poeta en
ocasiones─ en su libro era profundamente lógico pero al mismo tiempo iba contra
la corriente del pensamiento dominante en el momento de su publicación, cuando
algunos politólogos predecían enfáticamente el “fin de la historia”.
Se acostumbra a
considerar que la persona por un lado, y el trabajo por otro, son dos entidades
que presentan una gran estabilidad; casi eternas, casi inmutables. Sin embargo,
dado que el trabajo moldea no solo la naturaleza exterior sino también a la
persona que lo lleva a cabo, era de esperar que una mutación acelerada en la
naturaleza del trabajo acarreara, además, mutaciones en el carácter de las
personas convocadas a realizarlo.
Por carácter se entiende
aquí la sustancia, la personalidad de la persona (no es redundancia), lo que le
da coherencia interna y la hace reconocible ante los demás y ante sí misma.
Bajo el paradigma de
la fábrica fordista, los/las trabajadores/as desarrollaron un carácter fuerte, sólido, en
el que primaban el propósito, la mirada puesta en el largo plazo y el
aplazamiento consciente y voluntario de la gratificación merecida mediante el
esfuerzo. Más o menos, ese era el mismo esquema que había trazado Max Weber en
su estudio clásico La ética protestante y
el espíritu del capitalismo. También ese tipo de carácter firme, estable y proyectado hacia un futuro mejor, fue el que posibilitó el auge histórico de los grandes partidos obreros de masas, a través de la asunción de una ética que combinaba el sacrificio presente con una recompensa aplazada pero segura.
La sustitución
del cronómetro por el ordenador y de la máquina por el robot, más la
insistencia en la flexibilidad por encima de la solidez y en la competitividad
del trabajo “hacia fuera” (no la superación personal, no el “mejorar la prestación”,
no el incremento del autocontrol; sino la heterodirección, la urgencia de
superar a la competencia en un contrato o en un pedido determinado, la
filosofía del corto plazo y del empezar cada nuevo día desde cero), han fragmentado la solidez anterior y moldeado caracteres de personas trabajadoras distintas, con otras expectativas y otras preocupaciones
vitales.
En esta línea de
argumentación, el último capítulo de Sennett explica la tentación de que la corrosión del
carácter se traslade también del trabajo a la política, y acabe por conformar un “nosotros” (el
pronombre peligroso) en el que concentrar la nostalgia de la duración y el
ansia de la permanencia, trasladadas ahora al contexto de las cosas “propias”,
comunes, conocidas y valoradas desde siempre.
Lo expreso con las palabras
del propio Sennett (pp. 144 ss.): «El
lugar es geografía, una localización de la política; la comunidad evoca las dimensiones
sociales y personales del lugar … Una de las consecuencias no deliberadas del capitalismo
moderno es que ha reforzado el valor del lugar y ha despertado un deseo de
comunidad … El deseo de comunidad es defensivo, y a menudo se expresa como rechazo
de los inmigrantes y otras personas de fuera: la arquitectura comunal más
importante son los muros contra un orden económico hostil … “Nosotros” es a
menudo una falsa locución cuando se utiliza como punto de referencia contra el
mundo exterior … Ahora, este “nosotros” ficticio vuelve a la luz para
defenderse contra una nueva y vigorosa forma de capitalismo.»
Carlos Marx había dejado
escrito que más importantes que las cosas mismas, son las relaciones entre las
cosas; y señalado cómo, de una forma que nunca es mecánica, los cambios en la
infraestructura material acaban por determinar cambios en la superestructura
ideológica y cultural.
Sennett desarrolló
una intuición, casi una profecía, del mismo orden en el año 1998, cuando el
nuevo paradigma de la producción estaba ya profundamente enraizado en los
países evolucionados, pero contenía todavía muchas incógnitas por desvelar y
mucho recorrido por desarrollar. Veinte años largos después, su advertencia
mantiene toda su vigencia. Y su urgencia.