Hubo una época en
este país en la que se teorizó como funesta la “partitocracia”, considerada
como una deformación patológica de la “verdadera” democracia, la orgánica,
basada en la jerarquía de unas autoridades “naturales”, a saber la iglesia, la
milicia, la célula familiar y el sindicato vertical. No es necesario aclarar
que hablo de la época franquista. Los partidos políticos eran vistos como
formaciones artificiosas que conducían al enfrentamiento de una sociedad
pacífica de por sí y proclive a la mansa obediencia a los pastores acreditados.
Aquello pasó y los
partidos tuvieron su momento de gloria. Ahora parece, sin embargo, que
languidecen. Los líderes fuertes prevalecen sobre los aparatos. Pedro Sánchez y
Pablo Casado siguen debiéndose en buena medida a sus “barones” ─no es lo mismo
que deberse a sus bases─, pero los dos han sido elevados a la dirigencia
suprema mediante el procedimiento novedoso y mixto de las primarias. De hecho,
los aparatos no habrían cooptado a ninguno de los dos a la secretaría general o
a la presidencia respectivamente; ha sido el voto plebiscitario ─de la plebe,
entendida al modo moderno─ el que les ha aupado.
Eso sucede en dos
partidos al viejo estilo, con sus estatutos, y sus reglamentos internos, y su
funcionamiento se supone que colectivo y guiado por una vocación de
representación de unas bases estables y organizadas. Todo transcurre de otra
manera en formaciones recientes que he bautizado en alguna ocasión como “de
diseño” o “de autor”, en el sentido en el que se dice que un determinado tipo
de cocina experimental es de autor.
Rivera, Iglesias y
Abascal no se ven constreñidos por el tipo de vínculos establecidos en el
funcionamiento organizativo de las formaciones tradicionales de la antigua
partitocracia. Funcionan en buena medida a través de las redes sociales, de
modo que crean ellos mismos su clientela a partir de las ocurrencias que
difunden por la globosfera virtual, y de los like que cosechan de una audiencia instantánea, embarullada y
transversal.
Simplifico las
cosas, ya lo sé. Lo hago porque, si no fuerzo la simplificación, no se me
entenderá. De forma tendencial, el ascenso de Macron, de Trump, de Salvini, de
Bolsonaro, de Macri, se ha apoyado en sentimientos sociales primarios, y no en fuerzas
sociales organizadas (en todo caso, se ha apoyado en fuerzas sociales desorganizadas). Han
contado además con fuentes de financiación generosas y anónimas. Quien no
cuenta con capitales inodoros de color negruzco para proyectarse hacia las
masas, no llega muy lejos. Se ha hecho viral el vídeo de un candidato a la
presidencia de la India que lloraba al ser entrevistado porque tuvo tan solo 5
votos, y eran 9 en la familia.
El tipo de
financiación aludido no respalda, sin embargo, la peripecia política de personas
como Alexis Tsipras, o Ada Colau, o Pablo Iglesias. Pero ellas sí tienen que
considerar cuál es el mecanismo real que está en la raíz del hiperliderazgo que
ejercen en las formaciones que encabezan: si son los representantes calificados
ante las instituciones de un bloque social definido, con sus aspiraciones, sus
problemas y sus reivindicaciones; o si por el contrario, ellos mismos segregan con su
actuación mediática su propia representación, a modo de audiencia.
Tsipras, Colau e
Iglesias aparecen en este momento solos en la escena, y con serias dificultades para
mantenerse en ella. Tienen, claro está, un equipo que les respalda, pero la característica
principal de ese equipo reducido de ayudantes es su incondicionalidad. La
incondicionalidad y el seguidismo estuvieron presentes también en el
funcionamiento de las direcciones de los viejos partidos, pero estos nunca
fueron monolíticos. Solía haber en su interior, como en los parlamentos al
viejo estilo, un abanico de posiciones alineadas de derecha a izquierda, y
enfrentadas con frecuencia entre sí con una dureza considerable, puedo dar
personalmente fe de ello.
Un viejo comunista,
no recuerdo quién, expresó con una frase feliz el anhelo ordenancista de una
situación diferente, más homogénea. «El Partido no es una gallina ─dijo─, no
tiene ninguna necesidad de un ala derecha y un ala izquierda.»
El monolitismo en
torno al líder y la dependencia absoluta de las preferencias (cambiantes) de
éste, son fenómenos recientes. Hagan ustedes la cuenta de los líderes podemitas
que han desaparecido por el foro desde que la formación despuntó en el
horizonte político español, hace solo unos pocos años. Y consulten lo que dice
Iglesias en Nudo España (Arpa, 2018),
p. 287. Empieza así: «En estos momentos hay un debate dentro de Podemos.» Y a
continuación cierra ese debate abierto con una doble descalificación, sin turno
de alegaciones en contra y sin recurso posible, de Rafa Mayoral e Íñigo
Errejón.
En ese párrafo se
expresa el germen último de la actual situación de Podemos como partido de
diseño, después de la reciente debacle de Madrid, desde luego, pero también de
muchos otros lugares.