En
el llamado reino animal el león está situado en lo más alto de la cadena
trófica: come toda clase de animales y no es comido por nadie. Probablemente
(no la he probado nunca) su carne no es lo bastante exquisita para tentar a los
consejos de administración de las grandes cadenas de comida rápida, porque en
esa eventualidad a estas alturas habría criaderos de leones domésticos en
condiciones similares a las de las granjas avícolas, extendidos por toda la faz
del ecumene.
En la base de la
pirámide trófica está, por ejemplo, la hormiga, que se alimenta trabajosamente de
semillas y es objeto del deseo del oso hormiguero, el cual a su vez etcétera.
Ocurre más o menos
lo mismo en la pirámide del empleo. En lo alto están los empleadores. Luego hay empleados fijos, sobre los cuales solo
pende la espada de Damocles de los EREs, los cuales con todo son una especie
depredadora cada vez más abundante y de comportamiento más imprevisible.
Debajo están los precarios, con miles de subespecies difíciles de clasificar incluso
para los expertos. Y luego, por debajo incluso de los precarios, el inframundo de la
subprecariedad, inclasificable, que habita los fondos abisales del océano laboral
y solo puede ser observado con gafas especiales de buceo y tomando lecciones de
abismo, como hacían los intrépidos exploradores de Verne que querían viajar
hasta el centro de la Tierra.
El equivalente de
la hormiga en el escalón más bajo de la cadena laboral, tal como está
establecida en el actual sistema, podría ser un muchacho nepalí de 22 años, sin
papeles, que había alquilado el perfil de un repartidor registrado de Glovo con
la intención de procurarse alguna calderilla con la que comer. Pagó para
conseguir una remuneración con la que conseguir alguna pitanza, pero el tiempo
era limitado y la probabilidad de amortizar el gasto inicial le exigía un
sobreesfuerzo añadido al que de por sí suponen los objetivos marcados por la
empresa para distribuir la carga de trabajo entre los “autónomos” que “colaboran”
con ella.
El muchacho ilegal,
anónimo e invisible pasó en rojo ─llevado por la urgencia, por el hambre, por
un fallo de los frenos, vayan a saber─ el cruce de Balmes con la Gran Vía de
Barcelona, y debido posiblemente a su invisibilidad y anonimato fue atropellado
mortalmente por un camión de la limpieza.
Las noticias no
dicen nada especial del conductor del camión, solo que se le hizo la preceptiva
prueba de la alcoholemia, que dio resultado negativo. Podría ser el arranque de
otra historia paralela a la de la persona humana con la que entró en
trayectoria de colisión.
Estaban los dos
trabajando pasadas las once de la noche. Uno en horario nocturno, el otro en el
único horario en el que resulta posible arañar un pedido cuando se carece de papeles
y de derechos, y se cobra en negro contra todas las leyes y los reglamentos y
las disposiciones reformadas habidas y por haber.
La empresa niega
que se trate de un accidente laboral, pero ha declarado que colaborará con las
autoridades y que pagará los gastos del accidente conforme a las condiciones
del seguro privado que suscribe con todos sus repartidores legales.
Si ascendemos un
escalón en la fosa abisal de la subprecariedad y examinamos las condiciones en
las que trabajan esos repartidores “legales” de Glovo, encontramos lo
siguiente. Quien habla es un portavoz de la Asociación Autónoma de Riders: «Para
llegar a los objetivos que te marca la empresa tienes que hacer malabares,
trabajar muchas horas e ir rápido. Si no, el algoritmo que utiliza la
aplicación de móvil con la que trabajamos te penaliza y te da menos horas para
trabajar. Eso significa menos dinero. Esta técnica también fomenta el hecho de
alquilar la cuenta para que esté el máximo de tiempo trabajando y así, aunque
sea entre dos repartidores, poder ganar más dinero.»
Algoritmos, aplicaciones de móvil… ¿Les suena? Son las tan
mentadas nuevas tecnologías, aplicadas no a la información y las comunicaciones
sino al control férreo de una fuerza de trabajo clasificada como mercancía anónima manipulable.
Peor aún: como submercancía.