El profeta Jeremías, pintura de
Miguel Ángel en la Capilla Sixtina
El siempre agudo Enric
Juliana comenta que Alberto Carlos Rivera desbordó a Vox por la derecha, ayer
en el Congreso. A toda costa se empeñó en armar un zape que Santiago Abascal no
entendió ─tal vez agarrotado por el miedo escénico─, Pablo Casado no secundó y
la presidenta Batet bloqueó con serenidad y eficacia, cualidades que le han
valido improperios desatados por parte de ABC, La Razón, El Mundo y los demás tutti
quanti de la caverna mediática. (Un honor para Batet. Los cielos asaltables de
la política están hoy empedrados con las iras de los tribunos de la
antipolítica.)
Rivera se había equivocado
ya antes, al empeñarse en ganar por KO un debate electoral en el que no se
jugaban votos, sino imagen. A pesar de la insistencia de sus mecenas en que
pacte con Sánchez para aminorar los riesgos de una legislatura reivindicativa
de derechos pisoteados e ignorados de las clases subalternas, se excluyó a sí
mismo del pacto y sigue terne en la idea de ganarlo todo para la derecha en el “partido
de vuelta”, solo o en compañía de otros.
Ayer Rivera
pretendió en el Congreso emular al profeta Jeremías en su llanto sobre la
Jerusalén devastada por el rey Nabucodonosor. Saltó de su escaño dispuesto a
interrumpir la votación para dar testimonio de que los presos catalanes estaban
“humillando a todos los españoles”.
Todos somos “del”
pueblo, pero ninguno es “el” pueblo, le recordó oportuna Batet. Rivera estaba
tan henchido de su propia importancia por un lado, y de impaciencia histórica
por otro, que pretendía desbordar ya desde el inicio de la legislatura, al frente de una
oposición “triunfal”, al gobierno aún no constituido; a toda
velocidad, y no ya por el carril derecho, sino por el arcén. El intento no acabó
bien para él. Suele pasar.
Su personal sentimiento
trágico de la vida se concretó a lo largo de la sesión constitutiva en un
repertorio de miradas furibundas a los cuatro diputados (Junqueras, Sánchez,
Rull, Turull) que presumiblemente dejarán de serlo “por imperativo legal” ─y no
por iniciativa de Rivera─, dentro de cuatro días. Añadió a las
miradas sombrías una advertencia amenazadora: “No os vais a salir con la
vuestra”.
Mientras, Inés Arrimadas, que siempre ha demostrado un “saber estar”
más adecuado que su jefe de filas, repartía besos desinhibidos a los mismos ex
colegas del Parlament. Fue justo el
pequeño gesto que bastaba para convertir el trágico rasgarse las vestiduras de don
Jeremías Rivera en un sainete costumbrista con cuernos incluidos.