Al despertarme esta
mañana en Sant Pol con chillidos de pájaros entrando por la ventana abierta, he
echado de menos a la tórtola que nos visitaba en Egáleo. Se posaba todos los
días al amanecer en la terraza de nuestro dormitorio, que da a un interior de
manzana muy fragmentado ─con edificaciones bajas diversas, pequeños huertos
urbanos y, debajo mismo de nuestro piso, un hermoso limonero y unos rosales que
el vecino del piso bajo, Vasilis, cuida con esmero─, y emitía su arrullo
monótono y cansino. Algunos poetas exaltados, inducidos por el Cantar de los cantares, confunden esa piada con un
himno al amor conyugal. Qué quieren que les diga.
Yo, que sin
audífonos escucho los sonidos muy amortiguados, encuentro agradable el
despertador volante; Carmen, por el contrario, considera su aviso repetido un bocinazo insufrible, y en alguna ocasión salió exasperada a la terraza con
una escoba en la mano para ahuyentar a la intrusa. Entre los dos compusimos la
letra de una mañanita, con la tonada de la del Rey David, que dice así:
Despierta,
Paco, despierta
Mirá
que ya amaneció
Que
la tortolica canta
Y
me estoy cagando en tó.
En Egáleo, pero
también en otros lugares de Atenas apartados del tráfico abrumador de las vías rápidas
del centro, las tórtolas se han adueñado del espacio aéreo. Suelen ir por
parejas, obedientes al cliché poético, y muy compuestas con esos ojos que parecen
pintados y el collarín de plumas oscuras característico. He mirado en Wikipedia
y descubierto que se trata de una especie vulnerable y con una población en rápido
descenso (un 62% en los últimos años, según el Informe europeo para las aves
comunes) por la caza de que es objeto en Francia, Italia, España,
Grecia, Chipre y sobre todo Malta, donde no se respeta ni siquiera la migración
de la primavera, cuando las tórtolas se dirigen a sus cuarteles de
reproducción.
Dice Wikipedia que las
tórtolas pasan el invierno en una franja africana entre el Sahel y Etiopía, y
suben a Europa en primavera. Lo cierto es que en Egáleo se las ve y se las oye
abundantemente también en invierno. Será que están tan cómodas en los jardines
y los huertos atenienses que les da pereza migrar. Ya no hay paraísos remotos,
ni siquiera para las aves.
El canto insistente
de las tórtolas es, como he hecho constar en otra ocasión en estas páginas electrónicas,
uno de los ingredientes fundamentales que me hacen sentirme en casa en
nuestro piso alquilado de Egáleo; el otro es el perfume penetrante de las
especias de la tienda situada apenas a cincuenta metros, en la misma
calle.
Así suena y así
huele para Carmen y para mí el país donde vamos a reencontrarnos con la porción
numéricamente más consistente de nuestra familia; que es como decir con nosotros mismos en una dimensión
distinta.