Miss Havisham, vestida eternamente de novia y protectora de Pip,
en la cubierta de una edición inglesa de ‘Grandes esperanzas’
Curioseo siempre
las propuestas de lecturas que hace Librotea en elpais electrónico. Constatan
las preferencias de autores o de celebridades varias del mundo de la cultura, y
yo las chequeo, no con ánimo de seguir sus recomendaciones, sino de compararlas
con mi propio criterio de lector.
Hoy es Donna Leon
la que da su lista. Dice del género negro que es por lo general previsible, mal
escrito y con un exceso de violencia, en particular violencia sexual. Le doy la
razón, pero se trata de una opinión válida también para otros géneros en boga.
Hoy se escribe deprisa y mal, en general, y los recursos con los que se
pretende retener la atención del lector suelen ser de vuelo rasante. Supongo
que el mal no es privativo de esta época. Los buenos libros siempre han sido
excepciones en las estanterías.
Me alegra la buena
opinión de Donna Leon sobre “Winnie the Pooh”, que yo he descubierto hace muy
poco gracias a la pasión de mis nietos por sus historias. Y valoro lo que dice
de “Orgullo y prejuicio” de Jane Austen, porque la consistencia de las
historias de Austen merece elogios más encendidos de los que comúnmente se le
conceden.
Y me conmueve que
se haya acordado de Charles Dickens, de “Grandes esperanzas” en particular. Dickens
está presente indiscutiblemente en el Olimpo literario, junto a Cervantes (su
Pickwick es un Don Quijote inglés y en un siglo distinto), Balzac y Tolstoi; pero
también está alojado en el fondo del fondo del baúl de los recuerdos. Decir que
“Grandes esperanzas” es «más emocionante que cualquier novela negra» resulta un
tributo con un sabor tan añejo como el del vino rancio guardado en la bota del racó, en el barrilito del
rincón.
Pero es cierto. El
lector se ve atrapado en las aventuras por completo imprevisibles del
protagonista que cuenta su historia en primera persona, desde el primer
encuentro con el preso fugitivo, para el que Pip roba comida en la alacena de
la casa de sus padres, hasta el final agridulce de su reencuentro con Estella. Un
final que Dickens cambió en galeradas, para alejar la sombra (antes explícita)
de una partida inminente. Lo hizo, al parecer, por consejo de Bulwer Lytton,
plumífero amigo que opinó que aquel primer final era demasiado triste. El
público lector, abducido por un relato tan singular de aprendizaje de la vida, agradeció
la ambigüedad calculada. Luego hubo un pulso encarnizado entre literatos y
críticos sobre el significado último de la última frase. Para unos la
recomposición de una relación rota; para otros, la premonición de una
separación definitiva.
Thomas Carlyle
calificó la novela de “Pip nonsense”,
ese disparate de Pip; pero añadió que
algunas escenas le habían hecho reír a carcajadas. Así es Dickens en estado
puro. Según testimonios contemporáneos quedó muy complacido de sí mismo cuando
acabó de perfilar la trama, y la calificó de “sutil y grotesca”. Y ridícula, y
patética, y llena de sorpresas y revueltas sucesivas, y carente de los límites
consuetudinariamente impuestos por la verosimilitud.
Viva como la vida
misma. Y una obra maestra.