domingo, 12 de mayo de 2019

RUBALCABA EN EL FRONTISPICIO


El género literario del editorial de prensa ditirámbico no da para mucho; pero si se recurre a profesionales avezados, el trance puede salvarse con alguna dignidad.

No ha tenido esa suerte Alfredo Pérez Rubalcaba con el editorialista de elpais. Era de esperar, Rubalcaba no tuvo suerte en la vida casi con nada, si excluimos su propia conformidad consigo mismo; esa especie de coherencia interna que llevó consigo desde las aulas universitarias a la política, y desde la política, de regreso a la universidad.

Puede parecer un trayecto admirable. Me sucede que estoy leyendo en este momento una novela de Petros Márkaris (“Universidad para asesinos”), en la que se cuestiona precisamente ese tipo de trayectos de ida y vuelta entre la docencia y la función pública. Un personaje, Seféroglu, profesor jubilado, cuenta al comisario Jaritos la diferencia entre un erudito y un intelectual; la traducción de ambos términos es cuestionable, se supone que el erudito es el científico que trata de transmitir su saber, y el intelectual el que encabeza y conforma un sector de opinión.

Dice Seféroglu (p. 193): «Las personas eruditas son gente de biblioteca, de estudios y de trabajo científico. Los intelectuales son especialistas en todo y expertos en nada. Los eruditos tienen conocimientos, los intelectuales tienen opiniones.»

No quiero decir que sean estos los parámetros desde los que juzgar a una persona como Rubalcaba. No he acabado la novela aún, además, y desconozco la moraleja última que propone el autor. Es solo que me chirrían desagradablemente algunos de los conceptos que maneja en su escrito el editorialista de elpais.

Primer ejemplo, señala como una virtud (“que tanto escasea en la actualidad y que él representó”) «la función social del político». Vamos a ver, si le quitamos a la política su función social, ¿qué queda? ¿Por qué se considera “virtud” lo que es el meollo mismo de la actividad en cuestión?

Sigue el editorial: «Al cabo de las cuatro décadas en que Rubalcaba estuvo en el frontispicio de esa política…» Explíquenme cuál es el frontispicio de la política. Ayúdense en esa tarea con el Diccionario de la RAE. Averigüen dónde está colocado exactamente y cuál es su utilidad. Y una vez determinado todo eso, preguntémonos entre todos qué pudo estar haciendo allí Rubalcaba, u otra persona cualquiera, durante cuatro décadas nada menos.

Aun falta lo mejor: «Cuando la función política dejó a Rubalcaba, este volvió con humildad a su profesión, la docente, con los bolsillos en las mismas condiciones que estuvieron siempre.» Se nos informa de que la función política dejó al hombre, y no el hombre dejó la función que ejercía. ¿Tiene algún sentido esta trasposición entre el sujeto y el complemento de la oración? Seguramente sí, porque a nadie se le ocurriría utilizar un artilugio gramatical de forma tan retorcida si con ello no deseara llamar la atención sobre alguna circunstancia significativa.

El hecho de que volviera a ejercer su profesión, con humildad o sin ella, es preferible sin duda a que tuviera que apuntarse a la lista del desempleo. El hecho de que sus bolsillos no se hubieran abultado mientras tanto dice mucho en favor de Rubalcaba, pero no es tan asombroso en sí mismo. La presuposición de que al obrar así hizo algo singular y extraordinario es dar por supuesto que la gran mayoría de los políticos de este país se enriquecen en el ejercicio del cargo. Seguramente el editorialista no querrá firmar y rubricar ante la fiscalía una acusación semejante.

Paso de comentar la segunda gran virtud que destaca el artículo: la coherencia ideológica (“siempre perteneció al mismo partido, el socialista; dentro de él siempre estuvo con los mismos compañeros…”). No me parece tan singular esa característica como para justificar el epitafio que el editorialista coloca en el frontispicio de su panegírico: «En el político socialista han coincidido las mejores características de lo que se denomina un servidor público.»

No es mi intención poner en duda las virtudes evidentes de Rubalcaba, cuyo fallecimiento prematuro deploro con sinceridad; ni resaltar los posibles defectos de su personalidad, tan publicitados en su momento por amigos y enemigos (hasta la “indecencia”, dice Joaquín Almunia en otro texto), y ahora soslayados por aquello de de mortuis nihil nisi bonum.

Solo digo alto y claro que este hombre merecía un mejor panegirista.