El género literario
del editorial de prensa ditirámbico no da para mucho; pero si se recurre a
profesionales avezados, el trance puede salvarse con alguna dignidad.
No ha tenido esa
suerte Alfredo Pérez Rubalcaba con el editorialista de elpais. Era de esperar,
Rubalcaba no tuvo suerte en la vida casi con nada, si excluimos su propia
conformidad consigo mismo; esa especie de coherencia interna que llevó consigo desde
las aulas universitarias a la política, y desde la política, de regreso a la
universidad.
Puede parecer un
trayecto admirable. Me sucede que estoy leyendo en este momento una novela de
Petros Márkaris (“Universidad para asesinos”), en la que se cuestiona
precisamente ese tipo de trayectos de ida y vuelta entre la docencia y la
función pública. Un personaje, Seféroglu, profesor jubilado, cuenta al
comisario Jaritos la diferencia entre un erudito y un intelectual; la traducción
de ambos términos es cuestionable, se supone que el erudito es el científico
que trata de transmitir su saber, y el intelectual el que encabeza y conforma
un sector de opinión.
Dice Seféroglu (p.
193): «Las personas eruditas son gente de
biblioteca, de estudios y de trabajo científico. Los intelectuales son
especialistas en todo y expertos en nada. Los eruditos tienen conocimientos,
los intelectuales tienen opiniones.»
No quiero decir que
sean estos los parámetros desde los que juzgar a una persona como Rubalcaba. No
he acabado la novela aún, además, y desconozco la moraleja última que propone
el autor. Es solo que me chirrían desagradablemente algunos de los conceptos
que maneja en su escrito el editorialista de elpais.
Primer ejemplo,
señala como una virtud (“que tanto escasea en la actualidad y que él representó”)
«la función social del político».
Vamos a ver, si le quitamos a la política su función social, ¿qué queda? ¿Por
qué se considera “virtud” lo que es el meollo mismo de la actividad en
cuestión?
Sigue el editorial:
«Al cabo de las cuatro décadas en que
Rubalcaba estuvo en el frontispicio de esa política…» Explíquenme cuál es
el frontispicio de la política. Ayúdense en esa tarea con el Diccionario de la
RAE. Averigüen dónde está colocado exactamente y cuál es su utilidad. Y una vez
determinado todo eso, preguntémonos entre todos qué pudo estar haciendo allí Rubalcaba,
u otra persona cualquiera, durante cuatro décadas nada menos.
Aun falta lo mejor:
«Cuando la función política dejó a
Rubalcaba, este volvió con humildad a su profesión, la docente, con los
bolsillos en las mismas condiciones que estuvieron siempre.» Se nos informa
de que la función política dejó al hombre, y no el hombre dejó la función que
ejercía. ¿Tiene algún sentido esta trasposición entre el sujeto y el
complemento de la oración? Seguramente sí, porque a nadie se le ocurriría
utilizar un artilugio gramatical de forma tan retorcida si con ello no deseara llamar
la atención sobre alguna circunstancia significativa.
El hecho de que
volviera a ejercer su profesión, con humildad o sin ella, es preferible sin
duda a que tuviera que apuntarse a la lista del desempleo. El hecho de que sus
bolsillos no se hubieran abultado mientras tanto dice mucho en favor de
Rubalcaba, pero no es tan asombroso en sí mismo. La presuposición de que al
obrar así hizo algo singular y extraordinario es dar por supuesto que la gran
mayoría de los políticos de este país se enriquecen en el ejercicio del cargo.
Seguramente el editorialista no querrá firmar y rubricar ante la fiscalía una
acusación semejante.
Paso de comentar la
segunda gran virtud que destaca el artículo: la coherencia ideológica (“siempre
perteneció al mismo partido, el socialista; dentro de él siempre estuvo con los
mismos compañeros…”). No me parece tan singular esa característica como para
justificar el epitafio que el editorialista coloca en el frontispicio de su
panegírico: «En el político socialista
han coincidido las mejores características de lo que se denomina un servidor
público.»
No es mi intención poner en duda las virtudes evidentes de Rubalcaba, cuyo fallecimiento prematuro deploro con sinceridad;
ni resaltar los posibles defectos de su personalidad, tan publicitados en su
momento por amigos y enemigos (hasta la “indecencia”, dice Joaquín Almunia en
otro texto), y ahora soslayados por aquello de de mortuis nihil nisi bonum.
Solo digo alto y
claro que este hombre merecía un mejor panegirista.