No hace falta tener
a mano estadísticas fiables para evaluar la evolución en cantidad y calidad del
trabajo asalariado en nuestro país. Basta atender a algunos indicadores
significativos. En este ejercicio de redacción me voy a fijar especialmente en
tres; hay más, sin embargo.
Primer indicador:
el reloj para fichar la entrada y la salida del trabajo. En tiempos, fue un
artilugio imprescindible; luego, desapareció (los tiempos cambian), y ahora
vuelve a aparecer (los tiempos vuelven a cambiar). El primer reloj lo impusieron
los empresarios, que no querían verse obligados a pagar la nómina entera si
había un tiempo de trabajo ─minutos, segundos a veces─ que los trabajadores les
escamoteaban. En aquellos tiempos se daban primas de puntualidad y también sanciones
por impuntualidad.
El reloj fue
sustituido por el ordenador; el modelo público de control se privatizó, como
tantas cosas; el patrón podía saber ahora, a la décima de segundo y sin
necesidad de consultar las fichas, cuánto trabajaba cada elemento no solo de su
plantilla fija, sino los que trabajaban en su negocio por cuenta de una ETT,
los autónomos verdaderos o falsos, los eventuales y los temporeros.
El reloj
desapareció en el nuevo paradigma. Si ahora vuelve, no es porque lo reclamen los
empresarios, sino los representantes de los trabajadores. El instrumento es
el mismo, la lógica que lo justifica ha variado: antes se trataba de evitar
pagar un tiempo de trabajo no verificado, y ahora de que se pague el tiempo de trabajo realmente invertido pero no contabilizado salvo en el
disco duro y en la cara dura del patrón.
Segundo indicador
(global): han cambiado los estándares internacionales de normalización de la contabilidad
de las empresas. Brevemente expuesta, la historia es la siguiente: en 1973 se
reunieron en Londres organizaciones profesionales de diez países para crear el International Accounting Standards Committee
(Comité internacional de estándares de contabilidad, IASC), que puso manos
a la obra. Su propuesta de normalización, concluida en los años noventa y
sometida a diferentes consultas, fue finalmente adoptada en 2002 por la Unión
Europea, por reglamento de 19 de julio que fijaba las normas de elaboración de
las cuentas consolidadas.
El nuevo modelo contable
se dirige a la transparencia máxima de las cuentas, y a la posibilidad de
conocer en todo momento el fair value (valor
justo) de mercado de la empresa.
Ocurre que las “expectativas
productivas” de la empresa, que antes impregnaban todo el modo de entender y de
presentar oficialmente la contabilidad, se han difuminado con el cambio, y ahora
se atiende sobre todo al “valor financiero”, es decir, a lo que un comprador
eventual debería pagar por la empresa, día a día, en las bolsas de valores
reconocidas.
Esta nueva forma de
contemplar el valor monetario de la empresa, prescindiendo de su actividad, ha
trasladado del activo al pasivo del balance los elementos físicos (local,
maquinaria, etc.), y con ellos la plantilla de trabajadores. Desde 2002, así
pues, los despidos más o menos justificados por diversas causas “objetivas” han
pasado a incrementar el valor de mercado de la empresa; por lo que los ERE son
utilizados con deplorable frecuencia con finalidades especulativas: el valor de
mercado de la empresa es mayor después de los despidos, aunque sus expectativas
de producción en la economía real hayan quedado seriamente dañadas.
Eso no importa
demasiado, en una economía financiarizada en la que la extracción de rentas importa
más que la creación de valor. Adónde lleva esa concepción en el largo plazo ha
podido verse en la crisis descomunal de 2008, y volverá a verse de nuevo sin la
menor duda, porque los financieros “creativos” que provocaron la crisis han
sabido, después, seguir lucrándose de ella.
Tercer indicador: las
pensiones, es decir el trabajo monetarizado cuyo devengo puntual en paridad con
el coste del la vida respaldaba con todo su poder financiero el Estado social,
pero que, como tantas cosas, depende ahora de la gestión bancaria privada de
unos fondos confiados por los pensionistas a su labor de expertos.
Pero resulta que los
bancos viven de las comisiones que cobran de los depositarios de los fondos que
ellos manejan, y los rendimientos que obtienen los pensionistas del fondo monetario
acumulado de su vida de trabajo son mediocres. Son entonces los gestores mismos
y los accionistas quienes se lucran, en realidad, de esas suculentas rentas gestionadas
en régimen de oligopolio por unas pocas grandes entidades bancarias.
Y todo son
ganancias no acompañadas por riesgo alguno, porque el Estado deudor que ha
sustituido al Estado social bendice su dejación de responsabilidad de las
pensiones en manos de la banca privada, y acude en cambio solícito al rescate
de unas corporaciones “demasiado grandes para dejarlas caer”, cuando la banca
demuestra en los hechos que no ha asumido la responsabilidad, sino por el
contrario la irresponsabilidad, en la gestión de los activos ajenos.
Tres indicadores: la
medición del tiempo de trabajo, el valor asignado a la fuerza de trabajo en la
economía, y la gestión del fondo monetarizado de la vida de trabajo esforzado
de tantas generaciones de personas.
Y un denominador
común: la erosión del valor del trabajo por la codicia, la irresponsabilidad y la falta de escrúpulos del moderno
capitalismo desregulado.