domingo, 26 de mayo de 2019

LOS TIEMPOS (DE TRABAJO) CAMBIAN


No hace falta tener a mano estadísticas fiables para evaluar la evolución en cantidad y calidad del trabajo asalariado en nuestro país. Basta atender a algunos indicadores significativos. En este ejercicio de redacción me voy a fijar especialmente en tres; hay más, sin embargo.

Primer indicador: el reloj para fichar la entrada y la salida del trabajo. En tiempos, fue un artilugio imprescindible; luego, desapareció (los tiempos cambian), y ahora vuelve a aparecer (los tiempos vuelven a cambiar). El primer reloj lo impusieron los empresarios, que no querían verse obligados a pagar la nómina entera si había un tiempo de trabajo ─minutos, segundos a veces─ que los trabajadores les escamoteaban. En aquellos tiempos se daban primas de puntualidad y también sanciones por impuntualidad.

El reloj fue sustituido por el ordenador; el modelo público de control se privatizó, como tantas cosas; el patrón podía saber ahora, a la décima de segundo y sin necesidad de consultar las fichas, cuánto trabajaba cada elemento no solo de su plantilla fija, sino los que trabajaban en su negocio por cuenta de una ETT, los autónomos verdaderos o falsos, los eventuales y los temporeros.

El reloj desapareció en el nuevo paradigma. Si ahora vuelve, no es porque lo reclamen los empresarios, sino los representantes de los trabajadores. El instrumento es el mismo, la lógica que lo justifica ha variado: antes se trataba de evitar pagar un tiempo de trabajo no verificado, y ahora de que se pague el tiempo de trabajo realmente invertido pero no contabilizado salvo en el disco duro y en la cara dura del patrón.

Segundo indicador (global): han cambiado los estándares internacionales de normalización de la contabilidad de las empresas. Brevemente expuesta, la historia es la siguiente: en 1973 se reunieron en Londres organizaciones profesionales de diez países para crear el International Accounting Standards Committee (Comité internacional de estándares de contabilidad, IASC), que puso manos a la obra. Su propuesta de normalización, concluida en los años noventa y sometida a diferentes consultas, fue finalmente adoptada en 2002 por la Unión Europea, por reglamento de 19 de julio que fijaba las normas de elaboración de las cuentas consolidadas.

El nuevo modelo contable se dirige a la transparencia máxima de las cuentas, y a la posibilidad de conocer en todo momento el fair value (valor justo) de mercado de la empresa.

Ocurre que las “expectativas productivas” de la empresa, que antes impregnaban todo el modo de entender y de presentar oficialmente la contabilidad, se han difuminado con el cambio, y ahora se atiende sobre todo al “valor financiero”, es decir, a lo que un comprador eventual debería pagar por la empresa, día a día, en las bolsas de valores reconocidas.

Esta nueva forma de contemplar el valor monetario de la empresa, prescindiendo de su actividad, ha trasladado del activo al pasivo del balance los elementos físicos (local, maquinaria, etc.), y con ellos la plantilla de trabajadores. Desde 2002, así pues, los despidos más o menos justificados por diversas causas “objetivas” han pasado a incrementar el valor de mercado de la empresa; por lo que los ERE son utilizados con deplorable frecuencia con finalidades especulativas: el valor de mercado de la empresa es mayor después de los despidos, aunque sus expectativas de producción en la economía real hayan quedado seriamente dañadas.

Eso no importa demasiado, en una economía financiarizada en la que la extracción de rentas importa más que la creación de valor. Adónde lleva esa concepción en el largo plazo ha podido verse en la crisis descomunal de 2008, y volverá a verse de nuevo sin la menor duda, porque los financieros “creativos” que provocaron la crisis han sabido, después, seguir lucrándose de ella.

Tercer indicador: las pensiones, es decir el trabajo monetarizado cuyo devengo puntual en paridad con el coste del la vida respaldaba con todo su poder financiero el Estado social, pero que, como tantas cosas, depende ahora de la gestión bancaria privada de unos fondos confiados por los pensionistas a su labor de expertos.

Pero resulta que los bancos viven de las comisiones que cobran de los depositarios de los fondos que ellos manejan, y los rendimientos que obtienen los pensionistas del fondo monetario acumulado de su vida de trabajo son mediocres. Son entonces los gestores mismos y los accionistas quienes se lucran, en realidad, de esas suculentas rentas gestionadas en régimen de oligopolio por unas pocas grandes entidades bancarias.

Y todo son ganancias no acompañadas por riesgo alguno, porque el Estado deudor que ha sustituido al Estado social bendice su dejación de responsabilidad de las pensiones en manos de la banca privada, y acude en cambio solícito al rescate de unas corporaciones “demasiado grandes para dejarlas caer”, cuando la banca demuestra en los hechos que no ha asumido la responsabilidad, sino por el contrario la irresponsabilidad, en la gestión de los activos ajenos.

Tres indicadores: la medición del tiempo de trabajo, el valor asignado a la fuerza de trabajo en la economía, y la gestión del fondo monetarizado de la vida de trabajo esforzado de tantas generaciones de personas.

Y un denominador común: la erosión del valor del trabajo por la codicia, la irresponsabilidad y la falta de escrúpulos del moderno capitalismo desregulado.