Jerome David (JD)
Salinger murió en 2010. Dejaba atrás cuatro cosas publicadas, entre ellas una
novela más bien corta que lo había elevado a la condición de mito mediático: The catcher in the rye, título traducido
como “El cazador oculto” en la versión española que yo tengo, y más tarde como “El
guardián entre el centeno”. En la película El
coleccionista, de William Wyler, rodada en 1965, el secuestrador (interpretado por Terence
Stamp) preguntaba a la secuestrada (Samantha Eggar) qué opinaba de ese libro, por
entonces un icono en los ambientes intelectuales y universitarios
estadounidenses. Ella alababa la penetración psicológica del autor y la
sensibilidad extraordinaria del personaje, y a él le daba un acceso de furia. “¡Es
una porquería, es puro esnobismo!”, vociferaba (y no estaba del todo exento de
razón).
Una variante extraña
de ese culto popular la dio Mark David Chapman, el asesino de John Lennon, que
quería modelar su vida sobre la de Holden Caulfield, el protagonista de la
novela de Salinger. Caulfield se convirtió de alguna manera en el santo patrón
de una legión de inadaptados.
El propio JD
impulsó su leyenda, al retirarse a vivir a Cornish, New Hampshire, y abominar
de los medios de comunicación, que mantuvo férreamente apartados mediante un
eficaz cordón sanitario, durante el resto de su existencia. Según quienes le
conocieron, practicaba el budismo zen, desarrolló toda clase de manías y siguió
una disciplina inflexible de escritura diaria, con ánimo de escalar la
perfección última.
Hace un par de
días, se publicó en elpais una entrevista con su hijo y albacea literario, Matt
Salinger. El chico se muestra dispuesto a publicar la obra inédita de su padre,
“porque es lo que él quería”. Por lo demás, en ningún momento afirma que esa
obra es un tesoro por descubrir, o que nos deslumbrará cuando la conozcamos.
Del enorme amasijo de material acumulado a lo largo de tantos años de escritura
insomne, dice que aún no está preparado para la edición, y calcula unos tres o
cuatro años más de trabajo hasta tenerlo todo a punto.
Qué quieren que les
diga. Si desde los años sesenta JD no encontró nada que valiera la pena dar a
la imprenta, y desde 2010 su hijo y albacea anda buceando en los manuscritos
para establecer un cierto orden y coherencia, yo diría que no debemos esperar
gran cosa del resultado final de toda esa fatigosa labor de edición.
Marcel Proust es un
caso clásico del escritor encerrado a solas con su obra, en lucha titánica por
darle forma. Hay una diferencia, sin embargo. A Proust le habría encantado
encontrar un editor que creyera en él lo bastante para arriesgar su dinero:
empezó por financiarse él mismo sus publicaciones. A Salinger, por el contrario,
las casas de edición le pedían de rodillas un libro, uno cualquiera, fuera
novela, ensayo o colección de cuentos. Si no lo daba, yo diría que es porque no
lo tenía; seguía buscando sin desfallecer pero también sin éxito su propia voz
literaria; en tantos años, nunca dejó que sus escritos pasaran de la etapa de
borradores.
Lo sabremos, de
todos modos, si su hijo culmina su intención de dar a conocer la obra del padre. Afirma Matt que en 1992, en un incendio que destruyó casi enteramente la
casa de Cornish, se produjeron dos “milagros”: uno, que JD no murió en la
catástrofe, a pesar de su sordera, porque su mujer se dio cuenta a tiempo del
estrépito de las llamas. El otro, que el fuego no llegó al escritorio en el que
guardaba todos sus papeles.
Quizás habría sido
preferible que los papeles se perdieran, como ocurrió con el famoso baúl de
Hemingway, que se extravió en uno de sus viajes y nunca más ha aparecido. Hemingway
se mostró durante algún tiempo profundamente afectado, pero al final decidió que no había
perdido nada serio, nada que no pudiera recuperar con memoria y trabajo.
Lo de JD tiene
pinta de ser una historia distinta. La de un mito hinchado y zarandeado en una
coyuntura muy concreta, después de la guerra mundial y en un ambiente de
desorientación y de inadaptación a nuevas hechuras sociales. Un mito que empezó
a crecer de forma autónoma e imparable, hasta asfixiar el talento creativo
del escritor.
En una escala
bastante menor, algo parecido le ocurrió entre nosotros a Carmen Laforet,
después de su revelación literaria con Nada.
Publicó algunas novelas más, pero acabó por dejarlo, incapaz de responder a las
expectativas que habían despertado sus inicios.