La alcaldesa de Madrid Manuela Carmena, sorprendida
en trance de comprar magdalenas en un supermercado. (Fuente: Instagram)
El artículo de
Jordi Évole en lavanguardia de hoy no tiene desperdicio. Su título: “Ada Colau
y los príncipes destronados”. Un simple botón de muestra, entre tantos para
elegir: «Lo
que no saben los que destilan tanta rabia contra Colau es que son su principal
motor. Sin ellos no hubiese llegado hasta aquí. Son ellos los que mejor dibujan
lo que representa Colau.»
En uno de los
primeros lugares de ese delito de odio interminable e insaciable a Colau
figuran los medios independentistas; pero también, y simétricamente, el cogollito
de la vieja oligarquía barcelonesa, acostumbrada a practicar la extracción de
rentas de todo tipo no ya desde la impunidad, sino desde la convicción de que ese
es el orden jerárquico natural y establecido por el designio divino, para que
los ricos sigan siendo ricos y los pobres pobres, por la eternidad.
Las dos derechonas,
la de la nueva fiebre soberanista y la que traslada al otro lado del Ebro las
sedes sociales de sus empresas y las cuentas bancarias para evitar fluctuaciones
indeseadas en el ingreso regular de sus rentas, coinciden en muchos aspectos de
su visión del mundo; y uno de ellos es la abominación por el sacrilegio de tener
una intrusa del “otro” mundo instalada en la Casa Gran.
Algo parecido,
aunque con características distintas, ocurre en Madrid con Manuela Carmena. Su
posible continuidad en un club al que nunca se le habría debido permitir
pertenecer, está poniendo de los nervios a las intelectuales orgánicas más finas del peperío
instalado al que le están removiendo las sillas en la Comunidad más rica de
España. Isabel Díaz de Ayuso echó en cara a Carmena haber acabado con los
entrañables atascos de Madrid Centro, en los que había ido a refugiarse la “movida”
posmoderna, ahora inmovilizada, y podían fraguarse amistades para toda la vida
en la eternidad transcurrida hasta superar un semáforo.
Pero la puntilla la
ha dado Cayetana Álvarez de Toledo, implacable en su mirada al mundo plebeyo desde
la punta afilada de su nariz aristocrática: «Miente tanto que un día se
descubrirá que compra sus magdalenas en el supermercado.»
Una frase así
debería ser suficiente para imputarla por un delito de odio. Odio puro y duro. Odio
reflejado como en un espejo por la propia Álvarez, al decir de Carmena que
«hace crecer la política del rencor disfrazada de causas morales.»
Los ricos se
sienten odiados por la chusma progre. Es algo que ya sabíamos de siempre.
Mientras los ricos gobiernan, sin embargo, ese odio les resbala. Se exacerba,
en cambio, cuando empiezan a perder las alcaldías, las autonomías y los
parlamentos que coleccionaban como fichas de su Monopoly particular. Entonces ponen
en marcha a su vez un odio centuplicado hacia quienes les han despojado de sus juguetes,
tanto más queridos porque era costumbre ancestral suya utilizarlos siempre en
beneficio propio, y nunca nunca del común.
El odio de los
ricos es un odio negro, que no se preocupa de disfrazarse de causas morales.