Pedro Sánchez ha
declarado en Sevilla que en esta legislatura se derogará la reforma laboral del
PP y se hará un nuevo Estatuto de los Trabajadores.
Es un buen anuncio,
de entrada; no una buena noticia, aún. La política da muchas vueltas, y los
lobbys de los poderosos disponen de muchos recursos para conseguir que los
legisladores sigan escribiendo torcido incluso después de haber enderezado los
renglones.
Todo está por ver
aún, entonces. Los sindicatos mantendrán su insistencia para que la reforma de
las reformas no se quede en una mano de pintura. Tienen, como algunos
establecimientos del ramo de la hostelería, colocado un cartel escrito con
letras mayúsculas en un lugar visible: “HOY NO SE FÍA”.
En los tiempos de
la explosión democrática que los historiadores han etiquetado como Transición,
sindicatos y partidos obreros eran casi una y la misma cosa. Se multiplicaron
las huelgas laborales, desde la óptica de una doble contabilidad: mejoras en la
condición de fábrica por un lado, y número de jornadas de trabajo perdidas como
presión al gobierno, por el otro. Carmen Molinero y Pere Ysás han historiado
aquella etapa definiéndola como de “hegemonía” del PCE (exageran). En ella dio
mucho juego la correa de transmisión entre partidos y sindicatos, que giraba
─unas veces en una dirección; en alguna ocasión, en la contraria, como se
desprende de la expresión “comisionobrerismo” utilizada por un Santiago
Carrillo exasperado─ engranando las reivindicaciones más sustanciales del mundo
del trabajo con las perspectivas de un cambio político.
Las correas de
transmisión se rompieron luego, sin remedio. En el caso del PCE, como parte de
un proceso patológico degenerativo que lo llevó a la irrelevancia; en el caso
del PSOE, por el transformismo irresistible que conllevó la conquista de varias
mayorías absolutas electorales sucesivas.
La independencia de
los dos sindicatos mayoritarios respecto de los partidos políticos estaba
escrita desde años atrás en sus estatutos, pero solo la nueva situación de
orfandad política impulsó una reflexión de mayor calado y un cambio de praxis. Apenas
a tiempo. Las nuevas contradicciones, no solo en la política, sino en la
invasión de nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, y en el nuevo
paradigma organizativo para la producción de bienes y servicios, estuvieron a punto de acabar
con el sindicato como organización amplia de la clase en su conjunto, y de fragmentarlo en mil pedazos, como había sucedido con la cultura unitaria de
fábrica que caracterizó toda la etapa anterior.
El sindicato
retrocedió, pero subsistió y ganó en independencia y en coherencia de discurso.
Más allá de la política en general, de la política económica en particular, y
de una legislación laboral segregada por esa política económica precisa para recortar
el estado del bienestar e incrementar el bienestar capitalista extrayendo
rentas de un trabajo deconstruido y desreglamentado, concebido como cazadero
privilegiado para financieros “creativos”.
Bien está que Pedro
Sánchez anuncie cambios en una situación de abuso legal institucionalizado. El
voto del domingo debe confirmar el poder que le ha concedido una ciudadanía
torturada por todas las precariedades que se le han ido imponiendo.
Pero Sánchez no
deberá relajarse. Hoy no se fía.