Javier Tébar (en primer plano) y José Babiano en un acto de
presentación del libro “Verdugos impunes”. Coautores de libro, con ellos, son
Gutmaro Gómez y Antonio Míguez. (Fotogafía aparecida en eldiario.es)
Asistí el martes a
un acto organizado por el Ateneu Memòria Popular en el que se habló de la prolongada
impunidad de los torturadores franquistas, y de las dificultades no solo legales
sino también sociales para recuperar en este terreno la memoria y la justicia.
Angelina Puig, moderadora del acto, hizo una pregunta incómoda a los dos
ponentes en el debate, Aràdia Ruiz y José Babiano: ¿qué razones explican que la
impunidad generada en un contexto dictatorial se haya mantenido también, en
buena parte, en la etapa democrática?
Las respuestas
dadas desde la mesa fueron razonables y coherentes. También incompletas, en el
sentido de que tanto Aràdia como José insistieron en la inexistencia de una
explicación terminante y enteramente satisfactoria. No es sostenible la idea de
una continuidad de valores y desvalores entre las dos sociedades, pero sí es
cierto que la emergencia de los valores democráticos en el país no ha borrado
de golpe la supervivencia interiorizada de las estructuras jerárquicas de la
etapa anterior y de sus argumentos justificadores.
Veámoslo con un
ejemplo de ahora mismo, que es como mejor se ven estas cuestiones complejas. El
domingo pasado, en un colegio electoral de Bilbao, dos ancianas pidieron a la
monja de la residencia de la Misericordia que les hacía de acompañante, papeletas
del PNV una y del PSOE la otra; pero la monja pretendió introducir en la urna
dos papeletas del PP. Ha sido denunciada por interventores de Elkarrekin
Podemos presentes en el lugar.
Seguro que la monjita
era inconsciente de estar cometiendo un delito grave. Solo pensaba en una
mentirijilla por un buen fin, en un empujoncito extra que le ayudaría a ganar
el cielo.
Es exactamente la
estructura que facilita la impunidad de los verdugos. “Dios escribe derecho con
renglones torcidos”, piensan algunas gentes, y una saludable manipulación de la voluntad de personas malinformadas está justificada cuando todo se encamina a Su mayor gloria.
También eran monjas
las que daban el cambiazo de bebés en las maternidades. Decían a las madres
biológicas que el niño había muerto, lo vendían a familias de gente de posibles
y de misa diaria, y además salían ganando una cantidad respetable para ayuda a
la comunidad religiosa en la dura travesía de la existencia. ¿Qué podía haber
de malo en todo eso?
A lo largo de la
dictadura franquista ese tipo de conductas quedó perfectamente tipificado, y
sobre ellas se tendió un manto protector. La tortura era en sí misma cuestionable, claro está; pero no había objeción moral posible a la tortura motivada por la consecución de un “fin
superior”: es decir, la ejercida sobre los enemigos de Dios y de España para
salvaguardar los valores del Estado nacional sindicalista.
Lo importante en el
tema era el código en el que figuraba la correcta prelación de los valores en
conflicto. Ese código lo establecían de consuno la Iglesia católica y el
Ejército nacional. La sociedad española bajo el franquismo estaba sujeta a una
jerarquización rígida y universal. Ni en la religión ni en la milicia se
cultivan los valores democráticos: lo que priva es la obediencia ciega a las
disposiciones de la jerarquía o del mando. En la ideología joseantoniana, tan en boga en el
régimen anterior, es característica del español su condición de “mitad monje,
mitad soldado”. Tanto el uno como el otro son personas obligadas a cumplir sin
discusión las órdenes que vienen de arriba.
Esa nefasta doble
condición del español sigue de alguna manera interiorizada en buena parte de la
ciudadanía, incluso de aquellos que no habían nacido aún en los años de plomo del
franquismo. No es de extrañar, entonces, que la impunidad de los verdugos, con
unos u otros subterfugios (el más común, la “obediencia debida”, se utilizó en la defensa de los guardias civiles que acompañaron a Tejero en el asalto al Congreso),
se esté prolongando mucho más allá de su ámbito natural, el de la dictadura que
la generó, la practicó y la absolvió con la bendición cómplice de la jerarquía
nacional-católica.