Fotograma de ‘Confidencias’, de
Luchino Visconti (1974). Burt Lancaster con Claudia Marsani; al fondo a la
izquierda, el lienzo ‘Retrato de familia en un interior’ que da título original a la
película.
De buena mañana me
he metido en un chat motivado por el último post de José Luis López Bulla.
Había tres cuestiones a tratar: una, la letra española del himno de la
Internacional, gramaticalmente tortuosa (“los nada de hoy todo han de ser”, por
ejemplo); dos, la opinión de Baroja de que la Alhambra le recordaba a un ambigú
(deben perdonarse, en mi opinión, a don Pío sus alardes ocasionales de vasquismo, bastante
impostados); y tres, tema que he preferido dejar aparte para tratarlo aquí con
más amplitud, Visconti y su Gattopardo,
que en opinión de José Luis, que comparto, es una cumbre así del séptimo arte como
de los otros seis: del arte a secas.
Después del Gattopardo (1963), Visconti continuó contando
la misma historia del ocaso de una vida que corre en paralelo al final de una época,
por lo menos en otras dos películas considerables: Muerte en Venecia (1971), según el relato de Thomas Mann pero en un
formato considerablemente amplificado, y Confidencias
(Retrato de familia en un interior), 1974. Apenas le dio tiempo a nada más.
Solo rodó una última película, El inocente,
para mí una obra fallida, y murió en 1976.
Las dos películas
señaladas son muy adecuadas para repasarlas en esta cuarentena.
En Muerte en Venecia, uno de los temas propuestos
es el de la peste, y con ella el entrelazamiento indisoluble de la muerte, la
vida y el arte, tres realidades solo aparentemente contradictorias. En Confidencias, asistimos a la cuarentena voluntaria de un profesor que se encierra solo en su palacio romano dispuesto a morir
entre sus libros y sus pinturas, renegando de la vida deleznable que continúa
fuera.
Vienen a estorbarle
en sus meditaciones unos vecinos ruidosos, impúdicos y confianzudos en exceso; son
ellos los que le traen la noticia inesperada de que la corriente corrupta e ininterrumpida de la
vida de las personas sigue siendo lo más importante: más que la soledad, más
que el arte, más que la muerte que se insinúa con modos cada vez más
imperiosos.
Para terminar este comentario sobre cuestiones graves con un
punto alto, copio aquí una frase de Isabel
Huete, amiga de facebook, que me impactó ayer con el siguiente comentario a un
trance ocurrido hace muchos años, cuando le diagnosticaron un cáncer linfático:
«Asumí con la mayor naturalidad que podía morirme sin perder una miaja las
ganas de vivir.»