En cualquier celebración, si es
con croquetas, mejor.
El dato importante
a retener es que Carmen y yo hemos cumplido los cincuenta años de casados.
Ayer, 7 de marzo. La fecha no tiene tanta importancia sentimental para nosotros
como otras de nuestra historia íntima, pero reconocemos en ella el carácter de
una efeméride.
Se da la
circunstancia de que nuestros hijos están lejos, y aunque en nuestros planes figura
hacer un viaje juntos (ahora en globo por el coronavirus), la fecha misma de la
celebración la teníamos que pasar solos con nosotros mismos.
Algo a lo que, por
suerte, estamos acostumbrados. Cincuenta años juntos se dice pronto, pero hay
un montón de vivencias detrás. Mucho cimiento, mucha infraestructura sólida.
Cuando Carmen me
preguntó si me apetecería algo especial para comer hoy día 8, antes de bajar a la mani de las/los feministas, le contesté: “Croquetas”. Y antes, cuando los dos buscábamos un sitio adonde ir a pasar el día 7 nuestra “soledad de dos en
compañía”, un nombre surgió espontáneo: “Montpellier”.
Lo de las croquetas
es fácil de explicar. A mí la langosta Thermidor me indifiere, el esturión con huevas y
rehuevas incluidas no me dice nada inteligible, y de otros manjares exquisitos
como los huevos duros me atrevo a prescindir incluso en los grandes festines.
De las croquetas,
no. Preciso: de las que prepara Carmen. Martí i Pol no las probó nunca, pero
escribió unos versos que parecen hechos pensando en ellas:
Se’ns esmolen les dentetes
Quan la Carmen fa croquetes.
Ben rosses i cruixidores,
No te’n menges, en devores.
En qualsevol ocasió,
Si hi ha croquetes, millor.
Las croquetas,
entonces, diríamos que cayeron por su propio peso. Lo de Montpellier es
distinto.
Ha habido épocas
difíciles en nuestra vida. Los primeros ochenta fueron una de ellas. Niños que crecían,
un trabajo muy exigente (con frecuencia también muy ingrato) para mí en el
sindicato, pocas horas dedicadas a la familia y Carmen erigida en la columna
dórica que sostenía todo el edificio con su salario de mujer trabajadora, su multiplicación
de esfuerzos para cubrir solidariamente mis ausencias, y su combatividad
contagiosa.
En los veranos
buscamos una vita beata1 alternativa
del lado de Francia. Francia fue entonces, para nosotros, el paraíso a la
vuelta de la esquina. Pasamos de largo de Perpinyà y Narbona, recalamos alguna
vez entre Beziers y Agde, probamos con poca fortuna entre Marseillan y Sète, y
acabamos encontrando lo que buscábamos en el entorno de Montpellier: un camping
familiar en Aimargues, la playa de La Grande Motte, las excursiones en busca de
librerías y otras formas de cultura en la cercana metrópoli de Montpellier.
No es una ciudad
especialmente bella ni tranquila, pero tiene un núcleo antiguo encantador que
ocupa el perímetro del montículo, el Monte
Pelestario según afirman las enciclopedias, en el que se construyó hacia el
año 1000 la fortaleza rural original.
La catedral de San
Pedro es feísima vista desde fuera. Las guías la catalogan como “singular”, en
un intento de dulcificar la realidad. Pero sí es singular, porque ninguna otra
catedral en el mundo tiene como edificio adyacente una Facultad de Medicina; y
no una cualquiera, sino la más antigua del mundo aún activa.
De la muralla del
siglo XIV subsisten dos torres y un vestigio. En la torre más conspicua, la de
la Babote, se instaló en el siglo
XVIII el Observatorio astronómico de la Academia de Ciencias. La otra torre, la
de los Pinos, en el entorno de la catedral, guarda los Archivos de la ciudad. El
antiguo convento de las Ursulinas, luego habilitado como prisión, alberga hoy el
complejo “Ágora”, un Centro coreográfico y Escuela Internacional de Danza. La
iglesia de Santa Ana, cuya aguja es visible por encima de los techos de todo el
núcleo antiguo, ha sido desacralizada y convertida en sede de exposiciones y
muestras artísticas.
Montpellier ha
reconvertido su historia monumental en ciencia, en lugar de arrasarla como
tantos otros lugares.
El otro vestigio de
la muralla que he mencionado era desconocido para nosotros, pero está situado
al lado del apartamento que hemos alquilado para la ocasión. En el sector de la
Pila Saint-Gely descubrieron en 1998 un arco de la puerta de la ciudad del lado
nordeste, y vestigios de una capilla. Aquello queda ahora en el entorno del
Corum, un gran edificio moderno (1988) que incluye una Ópera, un Palacio de
Congresos y varios espacios para convenciones y exposiciones.
En el Palacio de
Justicia, vimos que habían cubierto con un lienzo negro la estatua de la
Justicia. Eran los Avocats en Colère. No
averiguamos el fondo de su reivindicación, pero las pancartas ─en letras
blancas sobre fondo negro─ eran significativas: «¿Quién para defender vuestros
derechos?» «Sin abogado, no hay derecho.»
Carmen y yo habíamos
visitado por última vez Montpellier el año 91, cuando asistimos a la boda de un
primo madrileño que se casó con una chica de Saint-Jean de Védas. Fue una
bonita boda, en el Hôtel de Ville, con un alcalde socialista de apellido
español oficiando la ceremonia.
La visita de ahora
ha tenido lugar veintinueve años después, y casi todos nuestros puntos de
referencia anteriores se han desvanecido: el hotel en el que nos alojamos ya no
existe, tampoco los restaurantes a los que solíamos ir. Pero hemos encontrado
una ciudad reconocible, asiento de una burguesía próspera y autosatisfecha, que
mantiene un crecimiento demográfico notable y se ha preocupado tanto por
mantener lo antiguo como por explorar lo nuevo en busca de otros retos con los
que reafirmar su presencia en el mundo.
1 «En un viejo país ineficiente, / algo así como
España entre dos guerras / civiles, en un pueblo junto al mar, / poseer una
casa y poca hacienda / y memoria ninguna. No leer, / no sufrir, no escribir, no
pagar cuentas, / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi
inteligencia.» Jaime Gil de Biedma, De
vita beata, en “Poemas póstumos”, 1968.