domingo, 8 de marzo de 2020

DÍAS DE CELEBRACIÓN



En cualquier celebración, si es con croquetas, mejor.


El dato importante a retener es que Carmen y yo hemos cumplido los cincuenta años de casados. Ayer, 7 de marzo. La fecha no tiene tanta importancia sentimental para nosotros como otras de nuestra historia íntima, pero reconocemos en ella el carácter de una efeméride.

Se da la circunstancia de que nuestros hijos están lejos, y aunque en nuestros planes figura hacer un viaje juntos (ahora en globo por el coronavirus), la fecha misma de la celebración la teníamos que pasar solos con nosotros mismos.

Algo a lo que, por suerte, estamos acostumbrados. Cincuenta años juntos se dice pronto, pero hay un montón de vivencias detrás. Mucho cimiento, mucha infraestructura sólida.

Cuando Carmen me preguntó si me apetecería algo especial para comer hoy día 8, antes de bajar a la mani de las/los feministas, le contesté: “Croquetas”. Y antes, cuando los dos buscábamos un sitio adonde ir a pasar el día 7 nuestra “soledad de dos en compañía”, un nombre surgió espontáneo: “Montpellier”.

Lo de las croquetas es fácil de explicar. A mí la langosta Thermidor me indifiere, el esturión con huevas y rehuevas incluidas no me dice nada inteligible, y de otros manjares exquisitos como los huevos duros me atrevo a prescindir incluso en los grandes festines.

De las croquetas, no. Preciso: de las que prepara Carmen. Martí i Pol no las probó nunca, pero escribió unos versos que parecen hechos pensando en ellas:

Se’ns esmolen les dentetes
Quan la Carmen fa croquetes.
Ben rosses i cruixidores,
No te’n menges, en devores.
En qualsevol ocasió,
Si hi ha croquetes, millor.

Las croquetas, entonces, diríamos que cayeron por su propio peso. Lo de Montpellier es distinto.

Ha habido épocas difíciles en nuestra vida. Los primeros ochenta fueron una de ellas. Niños que crecían, un trabajo muy exigente (con frecuencia también muy ingrato) para mí en el sindicato, pocas horas dedicadas a la familia y Carmen erigida en la columna dórica que sostenía todo el edificio con su salario de mujer trabajadora, su multiplicación de esfuerzos para cubrir solidariamente mis ausencias, y su combatividad contagiosa.

En los veranos buscamos una vita beata1 alternativa del lado de Francia. Francia fue entonces, para nosotros, el paraíso a la vuelta de la esquina. Pasamos de largo de Perpinyà y Narbona, recalamos alguna vez entre Beziers y Agde, probamos con poca fortuna entre Marseillan y Sète, y acabamos encontrando lo que buscábamos en el entorno de Montpellier: un camping familiar en Aimargues, la playa de La Grande Motte, las excursiones en busca de librerías y otras formas de cultura en la cercana metrópoli de Montpellier.

No es una ciudad especialmente bella ni tranquila, pero tiene un núcleo antiguo encantador que ocupa el perímetro del montículo, el Monte Pelestario según afirman las enciclopedias, en el que se construyó hacia el año 1000 la fortaleza rural original.

La catedral de San Pedro es feísima vista desde fuera. Las guías la catalogan como “singular”, en un intento de dulcificar la realidad. Pero sí es singular, porque ninguna otra catedral en el mundo tiene como edificio adyacente una Facultad de Medicina; y no una cualquiera, sino la más antigua del mundo aún activa.

De la muralla del siglo XIV subsisten dos torres y un vestigio. En la torre más conspicua, la de la Babote, se instaló en el siglo XVIII el Observatorio astronómico de la Academia de Ciencias. La otra torre, la de los Pinos, en el entorno de la catedral, guarda los Archivos de la ciudad. El antiguo convento de las Ursulinas, luego habilitado como prisión, alberga hoy el complejo “Ágora”, un Centro coreográfico y Escuela Internacional de Danza. La iglesia de Santa Ana, cuya aguja es visible por encima de los techos de todo el núcleo antiguo, ha sido desacralizada y convertida en sede de exposiciones y muestras artísticas.

Montpellier ha reconvertido su historia monumental en ciencia, en lugar de arrasarla como tantos otros lugares.

El otro vestigio de la muralla que he mencionado era desconocido para nosotros, pero está situado al lado del apartamento que hemos alquilado para la ocasión. En el sector de la Pila Saint-Gely descubrieron en 1998 un arco de la puerta de la ciudad del lado nordeste, y vestigios de una capilla. Aquello queda ahora en el entorno del Corum, un gran edificio moderno (1988) que incluye una Ópera, un Palacio de Congresos y varios espacios para convenciones y exposiciones.

En el Palacio de Justicia, vimos que habían cubierto con un lienzo negro la estatua de la Justicia. Eran los Avocats en Colère. No averiguamos el fondo de su reivindicación, pero las pancartas ─en letras blancas sobre fondo negro─ eran significativas: «¿Quién para defender vuestros derechos?» «Sin abogado, no hay derecho.»

Carmen y yo habíamos visitado por última vez Montpellier el año 91, cuando asistimos a la boda de un primo madrileño que se casó con una chica de Saint-Jean de Védas. Fue una bonita boda, en el Hôtel de Ville, con un alcalde socialista de apellido español oficiando la ceremonia.

La visita de ahora ha tenido lugar veintinueve años después, y casi todos nuestros puntos de referencia anteriores se han desvanecido: el hotel en el que nos alojamos ya no existe, tampoco los restaurantes a los que solíamos ir. Pero hemos encontrado una ciudad reconocible, asiento de una burguesía próspera y autosatisfecha, que mantiene un crecimiento demográfico notable y se ha preocupado tanto por mantener lo antiguo como por explorar lo nuevo en busca de otros retos con los que reafirmar su presencia en el mundo.

1 «En un viejo país ineficiente, / algo así como España entre dos guerras / civiles, en un pueblo junto al mar, / poseer una casa y poca hacienda / y memoria ninguna. No leer, / no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia.» Jaime Gil de Biedma, De vita beata, en “Poemas póstumos”, 1968.