Lord Beveridge, a la derecha, habla con un piloto de caza norteamericano en el University College de Oxford,
durante la II Guerra Mundial. (He tomado prestada la imagen del artículo de Wikipedia.)
El presidente
Sánchez habló en su discurso televisado de “economía de guerra”, un concepto
económico de delimitación precisa, que apela a la organización por parte del Estado
de todos los recursos disponibles con el fin de afrontar una amenaza general,
no localizada, contra la población.
El concepto es
meridianamente claro pero tiene el inconveniente de incluir el vocablo “guerra”,
que despierta aprensión en muchas gentes bien pensantes.
Las redes se han
poblado de pequeñas alarmas en el contexto general de un estado de alarma: «De vegades aquest home em fa més por que la
dreta», proclama en facebook un alma de cántaro.
Es sabido que aquí
somos angélicamente pacifistas y ruidosamente antimilitaristas. Escandaliza a
algunos la alcaldesa de Barcelona Ada Colau por dar la bienvenida a unidades del ejército español que
vienen a desinfectar puertos y aeropuertos, es decir las puertas abiertas para
la infección que nos invade.
Hay gente para
todo. Las hay incluso que prefieren en su casa la infección al ejército; que señalan
el fantasma de un campo de batalla hipotético, mientras corren un tupido velo
sobre el hecho de que la batalla real se está librando en otro lugar, en otras
condiciones, con otras armas.
La Generalitat de
Cataluña iba a gastar 35 millones de euros en comprar mascarillas, porque las
ofrecidas por el gobierno central le parecían insuficientes. La operación fue abortada cuando las entidades bancarias que habían de facilitar
el montante líquido advirtieron de que la segunda parte contratante carecía de
solvencia. La Gene hizo amago de presentar una demanda por estafa, pero enseguida
la retiró. A 10 € la mascarilla, que es una suposición tirando a lo alto, dado
que mucha gente se fabrica la suya de gratis, la Generalitat preveía ampliar en
350.000 unidades la panoplia de medios preventivos que ya se ofrece a
suministrar el gobierno a través de sus medidas de economía de guerra.
Será porque la Gene
no quiere “guerra”. Ni medidas. Aquí somos gente de paz.
La economía de
guerra puesta en marcha por Gran Bretaña primero y los Estados Unidos después,
ganó la Segunda Guerra Mundial. (Existió una “guerra” mundial, y era importante ganarla, no
volverle las espaldas horrorizadas. No lo entienden las almas de cántaro que tal
vez preferirían haberla evitado, o como mínimo haberla llamado de otra manera:
quizás, la segunda gran discrepancia global, que suena menos alarmante.)
En aquel contexto,
las mujeres entraron por primera vez en la historia económica y en las fábricas,
de forma masiva y en igualdad de condiciones, para sustituir a los varones que
luchaban en el frente. La producción de material indispensable para la victoria
creció de forma robusta. Quedaban muchos flancos por cubrir, sin embargo, y
lord William Henry Beveridge, un político liberal por más señas, tuvo la ocurrencia de ofrecer a toda la población implicada sanidad,
educación, vivienda, alimentación y previsión social en cantidad y calidad
suficientes para compensar la concentración de todos los esfuerzos de la
ciudadanía en la producción para la victoria.
Alcanzada esta, las
empresas nacionalizadas fueron reprivatizadas, y el Estado empresario se retiró
a un segundo plano más discreto; pero la innovación de lord Beveridge se
asentó. Aquello fue llamado welfare
state, estado del bienestar. Hizo época. Todo había empezado, sin embargo,
con la guerra y a partir de la economía de guerra, con muchos militares por
medio, con una forma muy determinada de entender la dispensación de servicios
públicos y la relación público/privado.
Y es que el Estado y
el ejército no están ahí para resolverlo todo, pero sí están ahí para quedarse;
y también resuelven algunas cosas, de paso. Según San Keynes, mencionado esta
misma mañana por mi vecino de blog José Luis López Bulla, el Estado es un león,
y las empresas privadas, animalillos domésticos.