El padre Lacordaire y yo en la Rue des Augustins de
Montpellier. Lacordaire es el de la ventana pintada en la pared. Fue un
exponente del catolicismo social, mal visto tanto por las clases trabajadoras,
que le acusaban de meapilas, como por las clases propietarias, que lo
consideraban un rojo peligroso. Una posición ingrata, pero consecuente. (Foto,
Carmen Martorell)
Nuestra entrañable patronal, Foment del
Treball, ha hecho público un comunicado en el que propone medidas enérgicas
para frenar la pandemia del coronavirus. Proponen, entre otras medidas drásticas,
una rebaja del impuesto de sociedades y mayores facilidades para el despido.
No hay ninguna
evidencia científica de que tales medidas tengan algún efecto en el virus; pero
es más cierto que nuestros empresarios se verían muy aliviados si tales medidas
se dictaran. Es lo que se llama un placebo: una medicina que no cura, pero que
conforta al paciente en su tribulación.
La “libre empresa”
que preconizan nuestros arriesgados empresarios como la panacea contra todos
los males de la sociedad, es un ámbito privadísimo y absolutamente desregulado.
No cabe en él otra ley que la de la autonomía de las partes contratantes, sin
ninguna norma externa que sirva para equilibrar la desigualdad de partida entre
la oferta y la demanda de trabajo.
La demanda de
trabajo es para la "libre empresa" algo parecido a la caja de las herramientas
para el fontanero, o el cajón para el sastre: se rebusca ahí lo que se necesita
en cada momento, se usa, y luego se olvida sin mayor escrúpulo. El hecho de que
la prestación laboral la desempeñen personas, y no cosas materiales, no afecta
al nudo de la cuestión, desde ese punto de vista: el
trabajador/ra que se contrata un día y se despide el siguiente es un mero
suministro, como el agua, el gas o la luz que se contratan con las compañías
correspondientes.
Después está el "nombre de la rosa": o sea, la forma de llamar a ese vínculo raro. Al empresario moderno no le gusta tener asalariados,
sino colegas emprendedores autónomos que se costean por sí mismos el
instrumental, la formación, la seguridad social y las bajas por enfermedad.
Desde su perspectiva, todo es una joint
venture en la que cada cual se costea su participación, aunque luego los
beneficios caigan solo de un lado.
Una reciente
sentencia de la Corte de Casación francesa, divulgada en nuestro entorno y ampliamente
comentada y valorada por nuestros imprescindibles maestros Antonio Baylos y Eduardo Rojo
Torrecilla, dictamina que los trabajadores de plataformas como Uber no son
socios, sino asalariados con derecho a las medidas de protección y las
garantías correspondientes. Vale la pena repetir aquí la caracterización que
hace el Tribunal, del trabajo subordinado frente al trabajo autónomo: «La
subordinación se descompone en tres elementos: el poder de dar instrucciones,
el poder de controlar la ejecución de la prestación y el poder de sancionar el
incumplimiento de las instrucciones emitidas. Mientras que el trabajo
independiente (o autónomo) se caracteriza por la posibilidad de constituir una
clientela propia, la libertad de fijar las tarifas por sus servicios y la
libertad de fijar las condiciones de ejecución de la prestación del servicio.»
Los chóferes de
Uber, señalan los altos magistrados franceses, incurren de pleno en la primera de las dos
clasificaciones. El placebo, en este caso, consiste en etiquetarlos como gente
emprendedora, dispuesta a abrirse paso con ánimo de superación para no depender
más que de sí misma.
Aceptar ese placebo
no es más que una variante de lo que Étienne de La Boétie llamó, hace ya
algunos siglos, la «servidumbre voluntaria».