Ada Colau.
Suscribo al ciento
por ciento el tuit de la alcaldesa de Barcelona Ada Colau en el que critica una
expresión deslizada por el presidente Pedro Sánchez en su discurso sobre las
medidas tomadas contra el coronavirus.
En sustancia, Colau
afirma que no es el Estado lo que se debe reforzar en esta situación, sino “lo
público, lo común”. Algunas personas han retrucado que lo público y lo estatal
son lo mismo. No lo son. Uno ha llegado a decir que eso se enseña en primer
curso de Ciencias Políticas. Si es así, se enseña mal.
Es un hecho
constatado que, en el pensamiento de la izquierda, hubo un momento en el que Marx
fue sustituido a la chita callando por Lassalle, y del gran objetivo de la
revolución social se pasó al atajo dudoso de la conquista del Estado, para que
fuera el Estado, desde arriba, quien llevara a cabo la revolución soñada. El
Estado, una superestructura, sustituía de ese modo a la sociedad y le servía en
bandeja, ready-made, la revolución
necesaria.
Lo que se perdía en
ese esquema era, en primer lugar, la libertad. La libertà viene prima, tituló Bruno Trentin una de sus obras
básicas. Y los lectores tienen desde ayer la oportunidad inapreciable de
paladear, en el número 18 de Pasos a la Izquierda, un estudio espléndido de
Norberto Bobbio sobre el liberalismo y el Estado. El primer liberalismo, señala
Bobbio, se dirigía contra el despotismo ilustrado. El segundo liberalismo,
ominosamente llamado “neo”, se dirige contra el Estado democrático. Conviene
señalar al respecto que el Estado solo es democrático si se construye de forma
subversiva, y no jerárquica; es decir, si se construye de abajo arriba y no de
arriba abajo.
Yo diría que hace
falta una teoría del Estado más afinada, en el primer curso de Ciencias
Políticas y, cosa más importante, en la praxis política de las izquierdas. He
rebuscado entre viejos escritos y he encontrado lo siguiente, publicado en mi
blog el 15.7.2014. Por entonces José Luis López Bulla había emprendido la
traducción del libro La sinistra de Bruno
Trentin, de Iginio Ariemma, que publicaba por entregas. Yo las seguía
fielmente y añadía comentarios por mi cuenta. Bruno Trentin fue un gran
heterodoxo, un comunista libertario y un sindicalista preocupado en primer
lugar por las personas y sus derechos, y a continuación por la dignificación
del trabajo y por su ascensión del reino de la necesidad al de la libertad. No
en un futuro lejano, la aclaración es importante; sino como utopía cotidiana.
Esto es, entonces,
levemente adaptado, lo que escribí en julio de 2014:
«En la construcción de Trentin, la vida social es un
despliegue dialéctico que parte de la libertad de la persona y se proyecta
hacia su autorrealización. Persona, en esta concepción, no es lo mismo que
individuo. El individuo está aislado en medio de la multitud; la persona es en
sí misma un nudo complejo de relaciones, vive en función de otros y es ella
misma indispensable para la vida de otros. Las personas están unidas entre sí y
a través de las generaciones por un cemento peculiar que da cohesión al
conjunto. Ese cemento es la solidaridad. Como ha recordado Alain Supiot, el
término solidaridad remite a “solidez”, a cohesión. Frente al Leviatán, como lo
llamó Hobbes, o la “máquina” del Estado en expresión de Bakunin, el individuo
está aislado e inerme, y en cambio, para utilizar una formulación clásica, un
pueblo unido jamás puede ser vencido.
En el pensamiento de Trentin los derechos no están
dados, no se reparten graciosamente a la multitud desde la torre del homenaje,
como los panes y los peces de una distribución milagrosa. Los derechos se
conquistan desde abajo. Y las conquistas no son eternas, sino peligrosamente
reversibles. Las leyes cambian (¿o es que no lo vemos? Están cambiando todos
los días, y para peor.) La única garantía de los derechos sociales y de
ciudadanía es la cohesión social, o dicho de otra forma, la solidaridad. Uno de
los vehículos más importantes de esa solidaridad arraigada en el fondo de la
sociedad, es el sindicato. La solidaridad ha de ser precisamente una de las
funciones capitales del sindicato, y esa característica excluye de raíz la idea
misma de un sindicato "para" los trabajadores (exterior a ellos) y, con mayor
razón, la de un sindicato sólo para los afiliados. El sindicato nace de abajo,
de la cohesión social, y a partir de ahí construye su autonomía (que debe
amoldarse, pero no someterse ciegamente, al imperio de las leyes). La
autonomía, finalmente, es necesaria para poner a punto un sindicato que sea
instrumento eficaz de emancipación social, es decir de autorrealización.
Un equívoco particular, muy extendido hasta hace
pocos años, acerca de la solidaridad, consiste en localizarla – en una especie
de delegación – en los servicios y las instituciones del llamado Estado social.
El equívoco consiste en imaginar que esos admirables servicios e instituciones
son por naturaleza una providencia universal, atemporal y sempiterna. Ni
siquiera la fragmentación social cada vez más profunda, la extensión de los
egoísmos y las reacciones corporativas y xenófobas más estrechas, y la misma
quiebra estrepitosa del Estado social, han conseguido modificar esa percepción.
¡Cómo, no faltaba más! ¡Ni un paso atrás! Que el Estado siga ocupándose de lo
que nosotros nos vamos desentendiendo.
Y así seguimos reclamando el fuero, el cascarón
vacío de una providencia estatal, mientras damos por perdido el huevo, a saber
la centralidad del trabajo como elemento vertebrador de la sociedad, y la
solidaridad como cemento que mantiene la cohesión y ejerce de plataforma de
despegue de nuevos derechos y conquistas sociales.»