martes, 10 de marzo de 2020

HASTA SIEMPRE, MAX VON SYDOW



El Caballero y “el” Muerte se disponen a jugar al ajedrez. Fotograma de “El Séptimo Sello”, de Ingmar Bergman.


Nunca vi “El exorcista”, primera ni segunda parte. Mis recuerdos de Max von Sydow en la pantalla se extienden al oficial alemán que añoraba un buen partido de fútbol en “Evasión o victoria”, y al sicario implacable de “Los tres días del cóndor”; pero se concentran sobre todo en algunas películas de Ingmar Bergman. Mi primer contacto visual con el actor ocurrió en “El séptimo sello”.

Los años cincuenta no eran buenos tiempos para la lírica ni para el espectáculo, en el grisáceo Madrid franquista; pero mis padres, atentos a la formación adecuada de sus hijos en todos los aspectos, nos habían abonado a los dos mayores al cine-fórum de los Jesuitas de la calle de Serrano.

(¿Saben dónde digo? El lugar se hizo célebre muchos años después por la voladura del coche de Carrero Blanco, que aterrizó en un patio interior de la parte de atrás del edificio, partiendo de la calle de Claudio Coello.)

Ahora bien, el mantenedor de aquel fórum era el padre Staehlin, miembro de la Junta de Censura, y él consideró que la historia del séptimo sello bergmaniano era profundamente positiva y cristiana, y en consecuencia podía autorizarse su visión, no en salas comerciales, por supuesto, sino en lugares accesibles solo para personas de criterio formado.

De modo que en la sala de los Jesuitas me encontré con Max von Sydow en primer plano, sin saber quién era él ni quién era Bergman, y con la única preparación de una larga introducción del propio padre Staehlin en la que nos contó que Muerte es palabra masculina en sueco, por lo que en la película no la representaba una Parca sino un varón (el actor Bengt Ekerot) de cara extrañamente enharinada, algo así como un Joker antes del Joker.

También nos advirtió el padre de que Jof y Mia, la pareja con un niño de pocos meses a la que el caballero Antonius ayuda a escapar de la muerte, eran los nombres de José y María en sueco, y que el significado simbólico de la película era que el cristianismo libraría a la humanidad de los cuatro Jinetes del Apocalipsis. Off the record, nos anunció que Bergman estaba en conversaciones con un jesuita muy significado en la jerarquía de la orden, y que de ahí a poco tiempo se haría pública la conversión del cineasta al catolicismo.

Cosa que nunca ocurrió.

En fin. Mi visión de las Cruzadas y el mundo de la caballería se reducía en aquel tiempo (yo tenía unos trece años) a un “Ivanhoe” pasado por Hollywood. Von Sydow me pareció un caballero raído y despeinado, sumergido en un mundo de brujas, hogueras, peste y guerra, en el que no había escapatoria posible. En todas partes reinaba “el” Muerte. En una ermita, un pintor se afanaba en representar en un mural una Danza de la Muerte, y los personajes que incluía eran los mismos de la película: estaba anticipando su historia.

Muchos enigmas y juegos de espejos. Una trama densa en sobreentendidos. Pocos años después vi al propio Von Sydow en “El rostro”, otra película en la que los elementos eran los mismos pero en un contexto absolutamente laico, más relacionado con las fantasías de la ciencia ilustrada que con la religión. Una tercera película de Bergman de la misma época, “Como en un espejo”, completa para mí una trilogía metafísica que no me facilitó respuestas a los grandes problemas, pero me permitió hacerme algunas preguntas oportunas.

Siempre estaré agradecido por ello a Ingmar Bergman y a Max von Sydow.