El Caballero y “el” Muerte se
disponen a jugar al ajedrez. Fotograma de “El Séptimo Sello”, de Ingmar
Bergman.
Nunca vi “El
exorcista”, primera ni segunda parte. Mis recuerdos de Max von Sydow en la
pantalla se extienden al oficial alemán que añoraba un buen partido de fútbol
en “Evasión o victoria”, y al sicario implacable de “Los tres días del cóndor”;
pero se concentran sobre todo en algunas películas de Ingmar Bergman. Mi primer
contacto visual con el actor ocurrió en “El séptimo sello”.
Los años cincuenta
no eran buenos tiempos para la lírica ni para el espectáculo, en el grisáceo
Madrid franquista; pero mis padres, atentos a la formación adecuada de sus
hijos en todos los aspectos, nos habían abonado a los dos mayores al cine-fórum
de los Jesuitas de la calle de Serrano.
(¿Saben dónde digo? El lugar se
hizo célebre muchos años después por la voladura del coche de Carrero Blanco,
que aterrizó en un patio interior de la parte de atrás del edificio, partiendo de la
calle de Claudio Coello.)
Ahora bien, el
mantenedor de aquel fórum era el padre Staehlin, miembro de la Junta de
Censura, y él consideró que la historia del séptimo sello bergmaniano era
profundamente positiva y cristiana, y en consecuencia podía autorizarse su
visión, no en salas comerciales, por supuesto, sino en lugares accesibles solo
para personas de criterio formado.
De modo que en la
sala de los Jesuitas me encontré con Max von Sydow en primer plano, sin saber
quién era él ni quién era Bergman, y con la única preparación de una larga
introducción del propio padre Staehlin en la que nos contó que Muerte es
palabra masculina en sueco, por lo que en la película no la representaba una
Parca sino un varón (el actor Bengt Ekerot) de cara extrañamente enharinada, algo
así como un Joker antes del Joker.
También nos
advirtió el padre de que Jof y Mia, la pareja con un niño de pocos meses a la
que el caballero Antonius ayuda a escapar de la muerte, eran los nombres de José
y María en sueco, y que el significado simbólico de la película era que el
cristianismo libraría a la humanidad de los cuatro Jinetes del Apocalipsis. Off the record, nos anunció que Bergman
estaba en conversaciones con un jesuita muy significado en la jerarquía de la orden,
y que de ahí a poco tiempo se haría pública la conversión del cineasta al
catolicismo.
Cosa que nunca
ocurrió.
En fin. Mi visión
de las Cruzadas y el mundo de la caballería se reducía en aquel tiempo (yo
tenía unos trece años) a un “Ivanhoe” pasado por Hollywood. Von Sydow me
pareció un caballero raído y despeinado, sumergido en un mundo de brujas,
hogueras, peste y guerra, en el que no había escapatoria posible. En todas
partes reinaba “el” Muerte. En una ermita, un pintor se afanaba en representar en
un mural una Danza de la Muerte, y los personajes que incluía eran los mismos
de la película: estaba anticipando su historia.
Muchos enigmas y
juegos de espejos. Una trama densa en sobreentendidos. Pocos años después vi al
propio Von Sydow en “El rostro”, otra película en la que los elementos eran los
mismos pero en un contexto absolutamente laico, más relacionado con las
fantasías de la ciencia ilustrada que con la religión. Una tercera película de
Bergman de la misma época, “Como en un espejo”, completa para mí una trilogía
metafísica que no me facilitó respuestas a los grandes problemas, pero me permitió
hacerme algunas preguntas oportunas.
Siempre estaré
agradecido por ello a Ingmar Bergman y a Max von Sydow.