Estoy leyendo Repensar la economía desde la democracia, un
volumen de divulgación económica “alta” coordinado por Bruno Estrada y Gabriel
Flores y en el que han participado numerosos amigos y conocidos: Unai Sordo,
Albert Recio, Ignacio Muro, Joaquín Pérez Rey, Andreu Missé, Carlos Berzosa,
Antonio Baylos, entre muchos otros.
Elijo una frase de
la intervención inicial de Estrada y Flores (p. 20) que resume en cierta forma
la tesis del libro: «El poder democrático
de la sociedad debe prevalecer sobre el poder económico de las elites en
beneficio de la mayoría social, las clases trabajadoras y el planeta que nos acoge.
Ello implica movilizar todas las energías existentes y la financiación pública
y privada necesarias para apostar por alcanzar el pleno empleo con trabajos y
salarios decentes para todas las personas que deseen trabajar, como sucedió en
Europa Occidental y EEUU durante los treinta años dorados, tras la Segunda
Guerra Mundial, cuando la desigualdad social se redujo de forma importante.»
Hay un peligro implícito
en esta formulación: la idea de que aquello que fue puede volver a ser, si
acertamos a eliminar los obstáculos y las rémoras colocadas por la injerencia
de los “otros”, los malvados, para el caso el egoísmo y la codicia de los
grandes accionistas privados.
Yo partiría de una perspectiva
diferente: la convicción de que lo que fue ya no volverá a ser. El mundo no es ya
lo que era en 1970, antes de los cataclismos que enumera Carlos Berzosa en su
sustanciosa aportación: «En los inicios
de los años setenta el ciclo expansivo daba síntomas de agotamiento. Se comenzó
con la crisis del Sistema Monetario Internacional (SMI), que supuso dos
devaluaciones del dólar, la supresión de la convertibilidad en oro y el fin de
los tipos de cambio fijos. Se continuó con la crisis del petróleo, que fue la
espoleta que ponía fin al ciclo expansivo de los “treinta gloriosos” … Se
dispararon la inflación y el paro, y ante la dificultad de combatir a los dos
con recetas keynesianas, se dio paso a las teorías neoliberales de Friedman y
Hayek…»
Retomar las viejas
recetas daría paso a la repetición de los viejos resultados. No es el camino
del retorno a una edad de oro el que hay que seguir, sino el de la apuesta por
la innovación.
En ese sentido,
conviene tener presente que, al utilizar las mismas palabras de siempre, no
estamos evocando la misma realidad. Ha cambiado el Trabajo, en primer lugar; y
no la periferia de un núcleo que se mantendría siempre igual a sí mismo, sino
la sustancia misma del Trabajo, que ya no depende de las órdenes de un capataz
sino de los índices fijados por un algoritmo; que ya no está sometido a la
regla taylorista de la obediencia ciega y la disciplina rígida, sino que
incorpora una gran dosis de discrecionalidad, acompañada por un crecimiento
exponencial y altamente estresante de la responsabilidad individual.
Y hay un tercer
elemento más venenoso: la precariedad se ha instalado en el corazón del Trabajo
por cuenta ajena, de “todo” el trabajo por cuenta ajena. La rotación en los
puestos de trabajo es mucho más rápida, sin excepciones para los altos
ejecutivos que cobran emolumentos sustanciosos. El entrenador que ocupa el
banquillo de un equipo de fútbol de primera línea como el Barça sabe que sus
opciones de conservar el empleo más allá de tres temporadas son reducibles a
cero. Pero con gusto firmarían llegar tan lejos muchos ejecutivos de grandes
empresas. Y de ahí hacia abajo, los tiempos de los contratos se acortan en una
contradanza frenética. Menos de un mes dura un empleo, por término medio. Hay
contratos que se firman por veinticuatro horas, incluso por menos tiempo.
La Empresa tampoco
es la que era. Hoy no tiene una dimensión física abarcable, es pura abstracción
jurídica, con la sede situada en algún paraíso fiscal, las patentes que le
aseguran el cuasi monopolio en su nicho productivo particular guardadas en la
caja fuerte de los sótanos de un banco inexpugnable, y los lugares y la fuerza
de trabajo, las máquinas, los edificios, los socios en la explotación, los
concesionarios y los clientes, los asesores y los colaboradores, todo
convertido en un gran revoltijo mudable, todo de alquiler, de quita y pon, de
baratillo, de mercado de ocasión en el que se ofrece la ganga al mejor postor.
Y finalmente,
tampoco el Estado-nación es el de 1970. Entonces se definía orgullosamente a sí mismo ─en
el Primer Mundo─ como Estado social; hoy ha dejado de ser “el cielo protector”
de la ciudadanía. Ya no asume endeudamientos en unos presupuestos rígidamente
fiscalizados desde las troikas, no elegidas democráticamente, a las que se
confían todos los poderes de regulación en un mundo financiarizado. Las deudas no recaerán sobre el aparato público sino sobre los sujetos privados. Quien quiera emprender, quien quiera
trabajar, quien quiera innovar, quien quiera mejorar su vida y sus
expectativas, lo hará a su costa, pagando por su sueño hasta el último céntimo en
un contexto de darwinismo social implacable.
Ese es el panorama
real. Lo que nos cuentan Estrada, Flores y el resto de autores en el libro
mencionado arriba sigue siendo válido, urgentemente válido. Pero el camino
hacia atrás está cerrado. Solo podremos salir del túnel avanzando hacia
delante, abriéndonos paso a una realidad nueva.
Ni un paso atrás.