Las lanzas revelan más que ocultan el paisaje por
encima de la grupa del caballo, con el general Ambrosio Spínola a la izquierda
y el autorretrato de Velázquez a la derecha. Museo del Prado.
En la colección de
insensateces que nos traen los medios todos los días se incluyen hoy la
propuesta de ANC y Quimtorra de separar a Catalunya del Estado por la urgencia
del coronavirus, y así vamos adelantando camino hacia la independencia por otros
motivos; y de otro lado, un artículo (en elpais) sobre Antonio Gramsci como
inspirador de los populismos y de la derecha radical. Lo mismo podría decirse
del atomismo de Demócrito, de la Lógica de Aristóteles y de la Física de Newton.
Quien toma los rábanos por las hojas siempre aprovecha que el Pisuerga pasaba
por Valladolid; cosa muy distinta es culpar a Valladolid de las insensateces
propias.
Pero no voy a
hablar de eso hoy; me es más urgente una reparación debida. Ayer entré en
polémica con José Luis López Bulla sobre un suceso viejuno en el que mi memoria
está absolutamente en blanco. Él dice que yo hablé (con tino, añade) sobre el
cuadro de las Lanzas delante de un grupo de delegados de Comisiones Obreras, en
ocasión de uno de tantos viajes como hacíamos a la capital en autocares de
línea o en tren expreso. Yo no lo recuerdo, pero me he pasado tres pueblos al
sostener que nunca ocurrió. Bien pudo ocurrir, su memoria lo certifica.
Hablé ayer de un
acto en la plaza de toros de Carabanchel. Lo dije al tuntún y José Luis lo desmintió:
nunca hicimos un acto en esa plaza.
En efecto. Mi
recuerdo es más bien el de una instalación deportiva al aire libre. Ocupamos
las graderías hasta abarrotarlas. Cantamos y ondeamos banderas. Durante dos
horas nos sentimos invencibles. No pensábamos que podíamos hacer cualquier cosa
que nos propusiéramos, pero sí que teníamos un peso específico, que era
obligado para todos contar con nosotros.
Es seguro que consumí
varios carajillos para sobrellevar la fatiga, durante el viaje y en Madrid.
Comíamos de bocadillo, nadie nos pagaba dietas ni gastos extra, y al final del
día todo eso se notaba. Yo tenía en aquella época accesos recurrentes de fiebre
y un principio de úlcera. No es extraño que no recuerde absolutamente nada de
la escena del Prado.
Sí sé lo que pude
decir delante del cuadro Velázquez; lo que digo siempre, en eso no improviso.
Alguien debió de
preguntar por qué estaba colocado ese caballo en primer plano tapando la escena,
y yo debí de contestar que ese caballo en escorzo era el vector que convertía un
espacio plano en otro tridimensional.
Velázquez fue un magnífico
pintor de caballos. Donde el Tintoretto puso un perro (1), y Goya habría puesto
seguramente a un niño, Velázquez colocó un caballo porque amaba los caballos.
Pero su
preocupación esencial era la construcción de un espacio figurado: los campos de
los Países Bajos en guerra como fondo de la escena simbólica en la que el genovés
al servicio de la Corona española Ambrosio Spínola recibe las llaves de la
ciudad de Breda en medio de un grupo de personajes, algunos de los cuales miran
hacia el retratista.
Es magia. En las
Meninas la magia es aún más evidente. En tiempos tenían el cuadro en una sala
pequeña, con un espejo en un rincón para mirar la escena del revés y comprobar
que los personajes estaban vivos. Luego vino el turismo de masas y aquella
disposición particular se hizo imposible. Luego vinimos nosotros, el grupo de
las Comisiones, antes de tomar un autocar de vuelta que nos dejaría en casa a
las tantas de la madrugada.
No recuerdo en
absoluto la visita, pero me fío de la memoria de José Luis.